Seguimos a Alberto Santana al tratar el origen de los caseríos, y aunque este autor se centra en los guipuzcoanos, los datos que aporta se pueden generalizar a la mayor parte del territorio septentrional de Vasconia. Según Santana, el término caserío es de significado ambiguo pues designa tanto a la institución económica como al edificio de vivienda que la alberga. Si el caserío se interpreta en su sentido económico más amplio, es decir, como célula básica de producción familiar en una sociedad agropecuaria de montaña, entonces se puede afirmar que es una institución de origen medieval que se configuró entre los siglos XII y XIII. Si por el contrario se entiende por caserío un determinado tipo de edificio, es decir, un modelo arquitectónico con identidad específica, entonces estaremos hablando de una fórmula regional de casa de labranza moderna que tiene una antigüedad máxima de medio milenio; una edad que no supera ninguno de los edificios rurales que hoy existen en Gipuzkoa. Una peculiaridad que singulariza a los caseríos vascos es que todos tienen nombre propio, reconocido por las autoridades y vecinos, y habitualmente invariable a través de la historia. Ello permite identificarlos con facilidad, pero a veces también provoca equívocos como el de pretender atribuir al edificio la misma antigüedad que el nombre de la unidad económica asentada en su solar desde épocas, casi siempre, anteriores. El nombre y el solar permanecen unidos sin cambios, mientras que la casa va variando su fisonomía al compás de los tiempos. Sin embargo cuando se interroga a un labrador por la antigüedad de la casa en la que vive indefectiblemente tratará de remontarse al origen del solar, haciendo caso omiso de la vetustez o modernidad de la arquitectura del edificio.
El profundo temor de los labradores fijosdalgo y de los pecheros era el de ser sojuzgados colectivamente por algún noble o Pariente Mayor que los humillase y tratase como a vasallos, como ya habían hecho los Lazcano con los vecinos de Areria hasta 1416. Sin embargo el peligro que con más frecuencia se convertía en realidad no era ese, sino los asaltos armados de que eran objeto individualmente los caseríos, aprovechando que a menudo se encontraban bastante distanciados unos de otros, o desparramados, como decían los vecinos de Mendaro en 1346. Pocos años antes, en 1320, el concejo de Oiartzun había descrito con claridad la situación a Alfonso XI, al señalar que: “sus casas de morada eran apartadas las unas de las otras e non eran poblados de so uno (...) e tan aina no se podían acorrer los unos a los otros para se defender de ellos de los males, e tuertos, e robos que les facian”. Similares argumentos de dispersión expusieron los labradores de Zumaia (1347) y los de Usurbil (1409) dando a entender que ésta era la estructura general de todo el territorio. Sin embargo, parece que es una observación algo exagerada, producto del nerviosismo que provocaba la inseguridad de los tiempos y del deseo de fundar villas amparadas por privilegios reales. Allí donde se ha podido reconstruir, aunque sólo sea parcialmente, el mapa del poblamiento rural del siglo XIV (en Antzuola, Bergara y algunas localidades del Goierri) se ha puesto de relieve la existencia de un asentamiento en enjambre de media y baja ladera, con alta saturación de las parcelas de aprovechamiento óptimo. Así mismo, se ha podido comprobar que los caseríos aislados y en alturas extremas eran prácticamente desconocidos y que, en contrapartida, ya estaban bien configuradas las barriadas o aldeas como círculo básico de organización social de los labradores.
Los primeros caseríos de piedra de Gipuzkoa comenzaron a construirse durante el siglo XV. Sólo los labradores más ricos podían permitirse el lujo de edificar una casa de cal y canto pagando un sueldo a las cuadrillas de canteros que tenían que sacar y trabajar la piedra. Aunque durante la última década del siglo XV cada vez se hacen más frecuentes las noticias de nuevas casas de mampostería, el momento decisivo para asistir al nacimiento del caserío guipuzcoano en la forma que hoy se le conoce fue la primera mitad del siglo XVI. La sensación de seguridad y prosperidad que entonces se extendió por los campos y las nuevas posibilidades de hacer fortuna que se abrieron tras el reinado de los Reyes Católicos, tanto en América como en Andalucía, permitieron a los labradores vivir más desahogados y hacer planes optimistas para el futuro. Ya no había peligro de asaltos ni robos de los nobles, y en las familias campesinas cobró una importancia prioritaria el deseo de habitar una vivienda digna y duradera en sustitución de las destartaladas chozas de madera en las que se habían refugiado hasta la fecha. Fue una auténtica explosión de nuevos caseríos construidos combinando la piedra y la madera. Todavía se mantienen en pie varios cientos de los edificados en el siglo XVI.
Los principales frutos que producían los valles guipuzcoanos en el siglo XVI eran las manzanas y el trigo, y esta especialización se refleja con total claridad en la arquitectura de la vivienda. Muchos caseríos de aquel periodo están construidos envolviendo el armazón de un gigantesco lagar de madera que ocupaba toda la longitud del edificio y en el que se prensaban las manzanas. Probablemente el siglo XVI fue la etapa más feliz de la vida de los caseríos guipuzcoanos. La propiedad de la tierra estaba aceptablemente repartida y los labradores podían disfrutar de los frutos de su trabajo en un ambiente económico expansivo y optimista.
Pero a fines del siglo XVI los sectores más activos de la economía guipuzcoana cayeron en una profunda crisis. Acosada por problemas que no podía resolver, la sociedad guipuzcoana se ruralizó rápidamente. Los ricos volvieron los ojos hacia el caserío porque era la única inversión segura en la que podían colocar sus capitales sin riesgo de bancarrota y los pobres miraron hacia el campo buscando en él el trabajo y los medios de subsistencia que en otras partes se les negaban. Pero los cultivos tradicionales no eran suficientes para alimentar a todas las bocas y las tierras aptas para la labranza estaban ya tan saturadas de gente que no podían acoger a nuevas familias de pobladores. Sin embargo apareció una planta americana que cambió por completo la vida y las costumbres de los labradores vascos: el maíz. Éste se aclimataba rápidamente y producía el triple de volumen en grano que el trigo, además se adaptaba perfectamente a los terrenos húmedos y pendientes que antes habían estado vedados al trigo. Los grandes propietarios vieron en este cultivo la oportunidad para sacar buenos beneficios de muchas de sus parcelas marginales fundando en ellas nuevos caseríos que ofrecían en alquiler. El maíz permitió sobrevivir en condiciones dignas a muchas más familias que las que hasta entonces había acogido el campo guipuzcoano. El ciclo expansivo del maíz se alargó hasta mediados del siglo XVIII. Mientras el resto de la economía local se derrumbaba, los caseríos no sólo se libraron de la crisis sino que crecieron en número y en población.
Durante este periodo las familias más acomodadas de Gipuzkoa mostraron un permanente interés por acaparar el mayor número posible de caseríos y mantenerlos encadenados al tronco sucesorio mediante el vínculo del mayorazgo. En el siglo XVIII la producción lograda por cada unidad de explotación agrícola, cada familia, era elevada pero en contrapartida el rendimiento por persona era muy bajo y la tierra se forzaba hasta el agotamiento. Para aumentar las cosechas se recurrió a abonar los campos con cal de piedra cocida en hornos artesanales pero su uso abusivo llegó a quemar algunas de las mejores parcelas y a hacerlas temporalmente estériles. A finales de este siglo la tierra daba cada año menos frutos y sin embargo se incrementaban las bocas que alimentar. La solución que se adoptó a principios del siglo XIX para paliar la escasez de alimentos fue fundar nuevos caseríos roturando todos los terrenos disponibles, incluso los de mala calidad que se robaban a las reservas de pasto y monte público.
La invasión de las tropas republicanas francesas en 1795 y la de los ejércitos napoleónicos en 1807 facilitó las cosas porque provocó grandes gastos a los ayuntamientos guipuzcoanos y éstos tuvieron que vender parte del patrimonio comunal para hacer frente a las deudas. Por esta vía los grandes propietarios consiguieron hacerse con nuevos bosques y prados e incluso con algunas viejas ermitas que utilizaron para instalar a inquilinos con pocos recursos, a menudo en parajes apartados y solitarios con pocas posibilidades de éxito a largo plazo. Esta oleada expansiva logró buenos resultados porque estuvo acompañada por un nuevo cambio en el tipo de productos cultivados ya que entraron a formar parte de la alimentación las alubias y la patata. Con las nuevas roturaciones se consiguió duplicar el volumen de maíz, mientras que la cantidad de trigo cosechada permaneció estable y otros cereales menores como el centeno y la avena desaparecieron. A diferencia de los elegantes caseríos de piedra o de entramado edificados con la difusión del maíz en los siglos XVII y XVIII, muchas de las nuevas construcciones rurales del siglo XIX eran de reducidas dimensiones y de pobre apariencia, con fecuencia simples bordas de ganados precariamente transformadas en viviendas.
Durante este proceso el número de labradores independientes de Gipuzkoa quedó reducido a su mínima expresión histórica; a principios del siglo XX ocho de cada diez caseríos se encontraban ocupados por modestos arrendatarios. La industrialización cambió radicalmente las reglas del juego en la estructura de la propiedad y explotación de la tierra en Gipuzkoa. La industria atrajo a los excedentes de la población rural y provocó el abandono de los caseríos menos productivos. Los grandes propietarios se enfrentaron por primera vez a la disyuntiva de tener que elegir entre congelar las rentas de alquiler o ver como sus campos quedaban abandonados y rápidamente perdieron interés por su patrimonio agrícola amasado a través de tantas generaciones. Los inquilinos pudieron comprarles entonces las casas a precios muy asequibles y emprendieron el último cambio: el abandono del trigo, los manzanos y otros cultivos de bajo rendimiento y su sustitución por los prados de siega y plantaciones de coníferas de crecimiento rápido. Durante el siglo XX no se han fundado nuevos caseríos. Sin embargo muchos de los viejos edificios se han renovado y la mayoría se están adaptando a las condiciones de habitabilidad moderna[1].
En algunas localidades de poblamiento disperso fue costumbre que el caserío alojara dos viviendas contiguas. Incluso en estos casos la tendencia fue a separarse, como cuando se reconstruía el edificio tras un incendio.
En Ataun (G) las casas de labranza antiguas eran con frecuencia de dos viviendas, cada una con una puerta independiente o con una sola. Las casas nuevas en el tiempo en que Barandiaran recogió estos datos (segundo decenio del s. XX) eran de una sola vivienda. Cuando un incendio destruía una casa de dos viviendas, era frecuente construir en su lugar dos casas separadas[2].
En Ezkio-Itsaso (G) ya en la segunda década del s. XX al ser reedificadas algunas casas que antes tenían dos viviendas, se procuraba separar éstas construyendo dos casas independientes, lo cual revelaba una tendencia cada vez mayor a aislarse. Cincuenta años antes eran más de treinta y cinco los caseríos de dos o más viviendas, mientras que ese año sólo uno tenía tres viviendas y se habían reducido a catorce los de dos.
Una tradición anecdótica que refleja la mentalidad de los caseros del área cantábrica tendente a la dispersión es la que se recoge a continuación:
Contaba un informante de Sara (L) que la casa Ibarsoro-beherea fue la primera de este pueblo (otros dicen que fue Haranburua), y que habiendo pasado por allí un cazador de Bera (N) cuando la estaban construyendo, al volver a su pueblo refirió a su padre lo que había visto en Xareta (antiguo nombre del valle donde se asientan Sara, Ainhoa-L, Urdax y Zugarramurdi-N). Entonces el padre del cazador expresó su contrariedad diciendo que la nueva casa, distante 20 km, estaría demasiado cercana para que pudiera haber paz entre vecinos[3].
El señor de una casa de Bera (N) se quejaba al enterarse de que habían empezado a construir la primera casa de Sara (L) –Ibarsoro– distante más de siete kilómetros. Cuentan también que las primeras casas de la comarca de Urnieta-Astigarraga (G) fueron Pagolardi (de Urnieta) y Olaberrieta (de Astigarraga), muy distantes entre sí, pero los de Pagolardi se quejaban de que se instalaran tan cerca unos de otros. Otra tradición refiere que la primera casa construida en la cuenca alta del Urola fue Iuzkitza de Zumarraga (G) y la segunda Iriaun de Elosua (G), ambas distantes kilómetros entre sí. Sus dueños no creyeron sin duda suficientemente grande tal distancia y se hicieron al guerra. El de Iriaun venció y dominó al de Iuzkitza[4].
En Oiartzun (G) cada casa trata a su casa más próxima de vecina, auzo, por mucho que diste, y guarda con ella las consideraciones de orden social que el uso tiene establecidas. Cuenta la tradición que cuando en el Valle no existía aún mas que una sola casa, que era la de Garbuno según unos y la de Arragua según otros, al establecerse la segunda, que fue la de Pagua (Paguaga), el nagusi, dueño, de la primera dijo: “Aldexko-aldexko auzuak ongi izateko” (Demasiado cerca, demasiado cerca, para llevarse bien los vecinos). Pagua dista de Garbuno como tres kilómetros y de Arragua como cinco[5].
Caro Baroja recoge lo mismo en el caso de las antiguas torres: En el Baztan (N) se dice que cuando el señor de la torre de Ursua vio que otro noble, el de Bergara, había construido la suya en el término del valle, en Arizkun también, le dijo la primera vez que topó con él: “Urbixko etorri zera” (Demasiado cerca has venido)[6].
- ↑ Alberto SANTANA. Baserria. Donostia: 1993, pp. 73-75.
- ↑ BARANDIARAN, “Establecimientos humanos. Pueblo de Ataun”, cit., p. 19.
- ↑ Idem. “Bosquejo etnográfico de Sara (VI)” in AEF, XXIII (1969-1970) pp. 82-83.
- ↑ Idem. DiccionarioIilustrado de Mitología Vasca in Obras Completas Tomo I. Bilbao, 1972, p. 48.
- ↑ Manuel LEKUONA. “Pueblo de Oyartzun. Barrios de Elizalde, Ergoyen, Karrika, Altzibar, Iturriotz y Ugaldetxe. Los establecimientos humanos y las condiciones naturales” in AEF, V (1925) pp. 99-102.
- ↑ CARO BAROJA, Los vascos, op. cit., p. 165.