A los sacerdotes
En algunas localidades se constata la presencia del sacerdote en la comida fúnebre; en otras, en cambio los sacerdotes que habían participado en el funeral, comían juntos en la casa parroquial o en una de las tabernas del pueblo. Los gastos de esta comida corrían a cargo de la familia del difunto. Fue también costumbre antigua enviar a la casa cural algunos alimentos a modo de obsequio.
En Otazu (A), en la década de los años veinte, antes de la celebración de las exequias la familia llevaba a la casa cural varias botellas de vino, azucarillos, bizcochos, pastas y tantas onzas de chocolate cuantos sacerdotes fueran a asistir a los oficios fúnebres. Luego, a cada uno de ellos entregaban una vela y una limosna de cuatro pesetas.
En Mendiola (A), antes del funeral la familia del finado mandaba al cura, vino, galletas, azúcar, chocolate y dinero. La ofrenda de dinero para misas solía estar en ocasiones indicada en el testamento del fallecido y la familia debía cumplir esta voluntad.
En Aramaio (A), la serora o una vecina del difunto, el mismo día del funeral llevaba al sacerdote una cesta con pan, vino y queso.
También en San Román de San Millán (A), a los sacerdotes que no se quedaban a comer en el pueblo se les llevaba a la sacristía un refrigerio de pastas y vino dulce; o pan, chorizo y queso.
En Carranza (B), hasta la década de los sesenta tenía lugar «el convite del cura». Consistía en un pequeño refrigerio de vino y galletas con el que la familia del difunto obsequiaba a los sacerdotes oficiantes en las exequias, y que éstos tomaban en la sacristía. En la parroquia de Ahedo, el encargado de hacer estas compras era el mayordomo; si el fallecido era una persona adinerada, traía pan con lomo y jamón, además de galletas y mistela. Participaban en el refrigerio junto a los curas, el mayordomo, el sacristán y los monaguillos. En la parroquia de Lanzasagudas era la misma familia quien llevaba a la iglesia una cesta con vino dulce y galletas.
En Berastegi (G), los sacerdotes que procedentes de las parroquias vecinas de Elduaien, Berrobi, Belaunza, Ibarra y Leraburu llegaban a la parroquia a celebrar una de las misas de «a tiempo» comían con el párroco y coadjutor en la casa rectoral.
En Lezaun (N), a principios de siglo, los curas que habían participado en las exequias comían en la casa mortuoria. Posteriormente, esta comida pasó a tener lugar en la casa parroquial; la preparaba el ama y la pagaban los familiares del difunto. Esta práctica ha sido muy común y se ha registrado igualmente en Apodaca, Gamboa, Narvaja (A); Berastegi, Zerain (G); Aoiz, Lekunberri (N) y Heleta (BN)
También los monaguillos recibían su parte; en Ullíbarri-Gamboa (A), después del funeral, se les obsequiaba con galletas, vino rancio y pasas. En Bidegoian (G), el simonero mayor o jefe de los monaguillos de la parroquia participaba en la comida de entierro que tenían los sacerdotes en la casa rectoral.
En Salvatierra (A), antiguamente, a los tiples que hubieran cantado en la misa de entierro se les obsequiaba con una vela pequeña si el funeral había sido de tercera, un poco mayor en los de segunda y una vela grande en los de primera.