Ritos funerarios y su evolución

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Siguiendo los temas del cuestionario general que sirve de base para la elaboración de este Atlas Etnográfico, los ritos funerarios descritos en este volumen se encuadran dentro del apartado dedicado a los usos del grupo doméstico.

No se estudian, por tanto, otros ritos mortuorios que tienen lugar fuera de este contexto como pudieran ser aquéllos que implican honores cívicos o militares ni los que son propios de comunidades de vida religiosa.

También han quedado excluidos por ahora muchos aspectos referentes al arte funerario. Sus diversas manifestaciones, de indudable interés para el conocimiento de las mentalidades acerca de la muerte, serán incluidas en un trabajo posterior dedicado a las artes populares.

La presente obra se atiene a registrar las costumbres y los ritos en torno a la muerte que han estado vigentes en Vasconia a lo largo de este siglo. Si en algún momento se ha recurrido a la documentación histórica ha sido con la intención de esclarecer el origen de ciertas prácticas constatadas etnográficamente.

Al igual que en otras regiones de Europa las costumbres funerarias de Vasconia se han desarrollado en el ámbito de una cultura de marcado signo cristiano y algunas de ellas incluso en cumplimiento de las normas y ritos establecidos por la Iglesia en su liturgia.

El ritual funerario católico quedó determinado en el Exsequiarum ordo promulgado el año 1614 y ha estado vigente, sin alteraciones notables, durante tres siglos y medio hasta las reformas litúrgicas promovidas por el Concilio Vaticano II (1962-1965).

Aquel ritual de carácter muy esquemático se limitaba a regular las ceremonias propiamente litúrgicas. Quedaban fuera de sus rúbricas otros muchos actos funerarios como el lavado y amortajamiento del cadáver, el velatorio en la casa mortuoria, las ofrendas, los refrigerios fúnebres, etc.

Los ritos funerarios que se describen en esta obra comprenden todas las acciones que de forma concatenada se producen en la comunidad doméstica y en el círculo de la vecindad en torno al acontecimiento de una muerte.

El legado del tiempo

En la encuesta llevada a cabo se constata de modo general que para la población de Vasconia la muerte es el término de un modo de vida y el principio de otra. Subsiste por tanto la consideración de que la muerte es un pasaje, un tránsito y como tal está rodeada de precauciones particulares que se traducen en prácticas y ritos que han de observarse fielmente.

Le Viatique, S. XV. Fuente: Musée Bonnat. Bayonne.

El estado físico que precede a la muerte por enfermedad es la agonía. Este proceso es atribuido generalmente a causas naturales. Sin embargo, marginalmente, se han registrado ciertas concepciones que atribuyen la enfermedad mortal a causas misteriosas como maldiciones o a actos mágicos enemistosos que ponen en acción al genio de la muerte denominado Herio o Balbea.

De un modo más general ciertos hechos naturales son interpretados como presagios de la proximidad de la muerte. Según estas creencias la ronda de la muerte es percibida por los animales domésticos (aullido del perro) o denotada por la presencia de aves nocturnas o sugerida por ciertos hechos vanales como coincidencias, sonidos, etc. Muchos de los presagios de muerte registrados en nuestras encuestas son idénticos a los constatados en otras áreas culturales.

El enfermo que se halla en este trance es objeto de cuidados y atenciones especiales. Hasta hace unos años estos procesos terminales tenían lugar en casa y los casos de muerte en centros hospitalarios eran más bien excepcionales. Atendido por sus familiares y por los vecinos más próximos el enfermo recibe de sus parientes y allegados la obligada visita, bizitia, que estaba establecida consuetudinariamente para los acontecimientos más señalados en el ámbito del parentesco. Estas visitas eran en ciertas ocasiones motivo de reconciliación entre familiares y vecinos.

Los cuidados prestados al enfermo no son únicamente de carácter paliativo. La creencia cristiana en una vida mas allá de la muerte solicita la asistencia del sacerdote para que el enfermo se reconcilie con Dios y reciba los sacramentos de la Unción y del Viático, que le conduzcan a la vida eterna.

Tal como registran las encuestas, hasta hace unas décadas el Viático era llevado de la iglesia a la casa del enfermo por medio de un rito procesional que en las localidades del área mediterránea, así como en las villas y ciudades adquiría gran esplendor por la numerosa participación de gentes. En el área de población dispersa de todas las casas de la vecindad enviaban alguna persona a la del enfermo; allí con la vela en la mano acogían al sacerdote que traía el Viático. En ambos casos esta participación venía a significar que la muerte no era un hecho privado; era un acontecimiento que se situaba en una comunidad humana.

Ocurrido el fallecimiento, el grupo doméstico al que perteneció el difunto entra en el periodo de luto, dolua, cuya manifestación mas inmediata es la interrupción de las actividades ordinarias. Esta situación de duelo profundo se prolongará hasta la culminación del banquete fúnebre que tendrá lugar tras las exequias.. Durante este tiempo serán los vecinos más próximos y en casos los parientes que viven en otras casas distintas a la mortuoria quienes asuman la responsabilidad de todas las labores domésticas.

La muerte es el acontecimiento donde mejor se expresan los vínculos vecinales e incluso la graduación de tales vínculos. Merece anotarse la importancia que han tenido tradicionalmente las relaciones de vecindad en estas situaciones que obligaban a superar las desavenencias que pudieran existir. Las encuestas anotan sin embargo que las tareas antaño encomendadas por la costumbre a los vecinos van pasando progresivamente a ser desempeñadas por los parientes.

El fallecimiento se anuncia de inmediato a toda la vecindad mediante la campana de la iglesia, hil-kanpaia, que invita a elevar una oración por el difunto. Toques particulares indicarán en cada ocasión si el muerto es hombre, mujer o niño. La muerte en las poblaciones concentradas era voceada por la avisadora (villas), mozos (Alava) y auroros (Navarra).

Sobre la casa mortuoria recae el grave deber de notificar la muerte a todas las familias emparentadas con el difunto. Esta comunicación ha de hacerse de un modo propio y ha de llegar a los vinculados con parentesco hasta el tercer grado.

En otros tiempos, una vez fijado el día y hora de entierro, eran los vecinos más próximos los encargados de llevar a cabo estas notificaciones a los parientes distribuyéndose entre ellos las casas y localidades a las que habían de desplazarse.

La muerte del amo de la casa, etxeko nagusia, o de la dueña, etxekanderea, debía comunicarse antiguamente también a los animales domésticos que habían estado a sus cuidados y de un modo particular a las abejas a las que se encarecía que fabricaran más cera, para ofrendar luz en la sepultura de la iglesia.

Al amortajamiento del cadáver precede un lavado que evoca un baño ritual: en el agua utilizada para este menester se habrán hervido plantas de laurel o de romero bendecidas el Domingo de Ramos o hierbas del ramo de San Juan Bautista en el solsticio de verano. Antes de la comercialización de los servicios funerarios esta tarea estaba encomendada a las mujeres de la vecindad o era propia de las que lo ejercían por oficio en la comunidad local como la amortaja-dora, hil-bestitzalea, o la partera, emagina.

El cadáver es vestido con sus mejores trajes como para «salir de casa», etxetik urten, como para «ir de viaje», o revestido con hábitos y símbolos religiosos para obtener más fácilmente la piedad de Dios.

Horma-irudia, Alaitza-ko (A) elizako absidean, XI-XIII mendea.

La antigua costumbre prescribía que el muerto no debía permanecer solo. Por ello es custodiado día y noche por sus familiares y vecinos durante un velatorio, que adquiere las características de un funeral doméstico. La casa mortuoria mantiene abiertas sus puertas y los que acuden a honrar al muerto guardan silencio; la estancia que acoge el cadáver se torna en un lugar de oración. Allí se habrá dispuesto un pequeño altar con Crucifijo y candelas encendidas así como agua bendecida el Sábado Santo y el ramo de laurel para que los visitantes asperjen piadosamente al difunto. Al anochecer se congregarán familiares y vecinos para rezar el largo rosario que evoca los misterios cristianos de la redención.

Un grupo reducido de vecinos velará por turnos el cadáver durante las horas nocturnas cuidando de que no se apage la lámpara, lanpiona, que arde junto al cadáver.

La costumbre local tenía establecido de antemano quiénes de entre los vecinos debían de transportar a sus hombros el cadáver hasta la Iglesia. De esta tarea estaban apartados antaño los familiares e incluso los parientes que por razón del duelo de honra tenían que ocupar su lugar propio en el cortejo fúnebre.

Los porteadores del ataúd, hilketariak, habían de recorrer aquel camino inalterable e inviolable que vinculaba real y simbólicamente la casa con la iglesia. Estos largos y a veces dificultosos caminos reciben en las áreas de población dispersa los expresivos nombres de caminos de enterratorio, andabideak (caminos de andas), guruzbideak (caminos de la cruz), hilbideak (caminos del muerto), elizbideak (caminos de la iglesia).

El cortejo fúnebre constituye una procesión que encabezada por la cruz parroquial conduce el muerto a la iglesia. El sacerdote ha acudido a la casa mortuoria para hacerse cargo de este traslado ritual y caminará delante del féretro salmodiando las oraciones preceptuadas. Durante el trayecto se harán sonar las campanas que tocarán a muerto.

En lugares destacados de la comitiva iban antaño las ofrendas destinadas a la sepultura; la primera vecina o la serora llevaba en un cestillo el pan, aurrogia; la portadora de la luz, ezkoanderea, tenía su emplazamiento propio en el séquito de las mujeres. Dos filas de hombres con hachas encendidas rodean al féretro que es llevado por los anderos.

La composición del cortejo reflejaba los vínculos familiares y sociales del fallecido. Los parientes que asistían por lazos de sangre o de afinidad formaban el grupo de honra y siguiendo los grados de parentesco ocupaban su sitio tanto en el séquito de hombres como en el de mujeres. Con la intensidad del luto en sus vestidos y, más antiguamente, con los atuendos propios de duelo daban a entender su grado de vinculación con el muerto.

Aquellos otros participantes, antaño menos numerosos, que no pertenecían a la parentela formaban el llamado grupo de caridad pues se entendía que su asistencia era debida a razones de solidaridad cristiana. Los estandartes o las banderas que, en ocasiones, se portaban en la comitiva significaban la asociación religiosa a la que había pertenecido el muerto.

La antigua tradición cristiana establecía la celebración de la Misa por el difunto, colocando su cuerpo en medio de la iglesia. Durante la misa de funeral los lugares destacados del templo, luto-bankuak, eran ocupados por el duelo masculino, mientras las mujeres de la familia se colocaban ante la sepultura simbólica, jarlekuak, que tenía la casa en la nave del templo.

Las disposiciones civiles del siglo pasado prohibieron conducir los cadáveres a las iglesias con objeto de celebrar las exequias de cuerpo presente.

Esta contradicción entre los usos anteriores y los nuevos preceptos originó la práctica de depositar el ataúd en el pórtico durante el funeral manteniendo abiertas las puertas de la iglesia. En ocasiones el féretro era representado por un túmulo.

Los oficios religiosos prescritos por el Ritual eran comunes para todos los difuntos. Sin embargo la celebración de las exequias presentó notables diferencias en el número de los sacerdotes actuantes, en las luminarias encendidas durante los oficios, en la solemnidad de los cantos e incluso en el número de misas que configuraban el funeral.

Estos y otros elementos que diferenciaban la celebración de las exequias estaban determinados por las clases o categorías de funeral que estuvieron vigentes hasta las reformas litúrgicas promovidas a raíz del Concilio Vaticano II.

Las exequias fúnebres no se han limitado al día del funeral. El grupo familiar, los parientes y los vecinos más allegados participaban en determinadas celebraciones religiosas durante el periodo de luto. Entre estos días exequiales estaban las misas de honra, el novenario que seguía al funeral, bederatziurrena, y el «día mensual de almas». El periodo del duelo finaliza generalmente al cumplirse el año de la muerte con la misa de aniversario, urteburuko meza, cuya celebración era una réplica del funeral.

Hasta las primeras décadas del siglo XIX fue práctica habitual en Vasconia peninsular el que los muertos fueran inhumados en el interior de las iglesias. Cada casa o familia tenía asignado en la nave del templo un lugar de enterramiento, una sepultura. Cuando posteriormente construyeron cementerios alejados de los templos, las casas retuvieron las antiguas fuesas en la iglesia y siguieron realizando en ellas los ritos mortuorios de antaño.

Esta sepultura simbólica, con su ajuar propio de hacheros, argizaiolas, paños y manteles venía a ser un altar funerario donde se ejercía el culto a los difuntos de la familia.

La responsabilidad de activar las luces que ardían en ella y de hacer ofrendas en sufragio de los difuntos familiares ha recaído tradicionalmente sobre la mujer principal de la casa. Esta obligación figuraba antaño en las capitulaciones matrimoniales y la transmisión del cargo de presidir la sepultura de la casa se llevaba a cabo mediante una toma de posesión ritualizada, sepultura hartzea, que tenía lugar en la misa mayor de un domingo previamente señalado.

La sepultura doméstica se avivaba de manera particular durante la misa de funeral así como en los oficios litúrgicos -Misa mayor y Vísperas-que se celebraban en el periodo de duelo. A lo largo de este tiempo la casa mortuoria depositaba en ella ofrendas de luces, panes y limosnas en sufragio del alma del difunto. A estas ofrendas se agregaban las que realizaban en reciprocidad otras casas del lugar.

A las luces que ardían en la sepultura se les ha atribuido diversas significaciones místicas relacionadas todas ellas con la pervivencia del alma más allá de la muerte. Las ofrendas de pan o de cereal con el paso del tiempo fueron sustituidas por limosnas que se entregaban al sacerdote como estipendio para que rezara ante la sepultura oraciones (reponsos) para que el difunto alcanzara su salvación eterna.

Hasta mediados de este siglo estas sepulturas simbólicas en las iglesias centralizaron en amplias zonas de Vasconia el culto a los muertos familiares.

Por esta razón el sepelio que se llevaba a cabo en el cementerio tenía entonces una importancia menor en el conjunto de los ritos funerarios. La comitiva que acompañaba al féretro al camposanto estaba compuesta de un grupo más reducido de parientes y vecinos. En muchos casos durante la inhumación del cadáver las mujeres que conformaban el duelo familiar permanecían ante la sepultura simbólica en el interior de la iglesia.

Enterrement, Livres d'heures, S. XV. Lyon. Fuente: Aries, Philippe. Images de l'homme devant la mort. Paris, Ed. du Seuil, 1983.

Tras las exequias el cortejo, o cuando menos el séquito de duelo, guardando el mismo orden que en el entierro, regresaba de la iglesia a la casa mortuoria. Ante sus puertas tenían lugar ciertos ritos de antiguo cuño como el refrigerio de caridad (Alava) o la plegaria por el difunto delante de un fuego simbólico (Baja Navarra).

En el interior de la casa los familiares y parientes lesionados por la pérdida de uno de sus miembros celebrarán su solidaridad en una comida en la que se rezaba por el difunto así como por todos aquellos que anteriormente «salieron de la casa». Estas preces estarán dirigidas por el sacerdote o el vecino más próximo a la casa y en el banquete tomarán parte aquellos vecinos, mezakoak, que aportaron la limosna para celebrar una misa en sufragio del difunto.

Durante un periodo que estaba establecido por la costumbre local la familia quedará sometida a ciertas restricciones en su vida de relación social. Durante este tiempo asistirán a los oficios exequiales en la iglesia y sus vestidos llevarán las marcas de luto que corresponden a su grado de parentesco con el muerto.

Un enterrement à Ornans (fragment). Peinture de Gustave Courbet, 1849. Musèe d 'Orsay. Paris. Fuente: Bornay, Erika: El siglo XIX. Tomo VIII de Historia Universal del Arte. Barcelona, Edit. Planeta, 1986.

Transiciones contemporáneas

El cuadro trazado anteriormente recoge a grandes rasgos el conjunto de los ritos funerarios que hasta tiempos recientes han estado en vigor en las poblaciones encuestadas.

Este sistema ritual vivido y recordado por nuestros informantes se ha visto profundamente alterado en un periodo de tiempo relativamente corto.

Todas las encuestas vienen a señalar que uno de los momentos más importantes en este proceso de cambio tuvo lugar a finales de los años sesenta cuando se aplicaron en las exequias las reformas promovidas por el Concilio Vaticano II.

A raíz de esta reforma se volvió a la antigua práctica de celebrar funerales de cuerpo presente y se suprimieron los catafalcos o túmbanos que se instalaban en medio de la iglesia sustituyendo al féretro ausente.

Mayor incidencia tuvo en las costumbres funerarias la posibilidad de celebrar las misas exequiales por la tarde. Esta práctica se generalizó rápidamente por ser más adecuada a los cambios que se habían operado en el mundo del trabajo pero trajo consigo la supresión de aquella comida o banquete que, a modo de conclusión de funeral, reunía a todos los parientes y allegados en la casa mortuoria.

El antiguo funeral se simplificó con la supresión del canto del oficio de difuntos (nocturnos) y se abandonó el uso del latín. La nueva liturgia con las lecturas de los libros sagrados en lengua vernácula y con sus cantos pascuales presenta una faceta menos dramática y más benevolente del misterio cristiano de la muerte.

Al tiempo de estas reformas se igualó en las parroquias el modo de celebrar las exequias y desaparecieron las antiguas categorías o clase de funeral.

Durante estos años se cambió también el mobiliario en muchos templos colocando bancos corridos que ocupaban toda la nave. Las fuesas o sepulturas simbólicas fueron relegadas y se desvaneció con ello la antigua costumbre de ofrendar luces y limosnas en sufragio de los difuntos sobre la sepultura familiar. Bien es verdad, como se anota en varias localidades encuestadas, que la decadencia de esta práctica había comenzado anteriormente. Desde primeros de siglo en las iglesias urbanas las antiguas sepulturas domésticas habían quedado reducidas a una única, de carácter colectivo, que era atendida durante el periodo de duelo por la familia del recientemente fallecido.

La desaparición de esta sepultura simbólica ubicada en el interior de la iglesia desplazó de lugar el culto a los difuntos; en adelante fue cobrando mayor importancia el cuidado y el ornato de las sepulturas del cementerio y allá se trasladaron las ofrendas de luces que posteriormente fueron sustituidas de modo general por ofrendas florales. Esta observación atañe especialmente a Vasconia peninsular. En el País Vasco continental donde el cementerio rodea a la iglesia, sus tumbas han sido desde antiguo objeto de ritos de ofrenda y de sufragios. En todo caso la vinculación entre el mundo de los vivos y el de los difuntos que encontró su expresión ritual en el espacio de la iglesia se ha visto atenuada con la construcción de nuevos cementerios y su traslado a las afueras de los núcleos de población.

Pero las transformaciones en las prácticas funerarias no han obedecido únicamente a las modificaciones introducidas en la celebración de las exequias en la iglesia.

Uno de los hechos más destacables en este proceso de cambio es el crecido número de fallecimientos que acaecen en centros hospitalarios o en residencias detinadas al cuidado de ancianos; de modo que hoy en día «morir fuera de casa» es un hecho frecuente.

En estos casos todos los ritos mortuorios que tenían lugar en el ámbito de la casa quedan anulados: la recepción del Viático, el amortajamiento del cadáver, la preparación de la estancia mortuoria, la participación de los vecinos en el velatorio. Incluso la casa misma deja de ser el punto de donde parte la comitiva fúnebre que llevará procesionalmente el muerto a la iglesia.

Este traslado que constituía el rito funerario por antonomasia quedará reducido a un acto de recepción del cadáver en el atrio de la iglesia momentos antes de comenzar la misa del funeral.

Excepción hecha de algunas localidades rurales el desfile a pie del cortejo fúnebre -lo que popularmente se conocía como «el entierro»-ha desaparecido prácticamente y con la introducción de coches fúnebres cayeron en desuso los antiguos caminos mortuorios por los que debía transcurrir el cortejo desde la casa hasta la iglesia.

Hasta hace unas décadas la muerte era un acontecimiento que tenía lugar normalmente en el ámbito de la vecindad. Este hecho otorgaba a la casa mortuoria un intenso protagonismo: la familia del difunto se convertía en el centro de las atenciones de los vecinos y mientras el cadáver permanecía en la casa, ésta adquiría un marcado carácter sagrado.

Han sido precisamente los ritos que se desarrollaban en la casa mortuoria los que mayor detrimento han sufrido en el conjunto del ritual funerario. En este hecho constatado en nuestras encuestas ha influido, entre otras causas, la mutación operada en las relaciones de vecindad actualmente menos interdependientes debido al desplazamiento de los centros de trabajo fuera de este marco.

En esta nueva situación el acontecimiento de la muerte se retrae en gran medida a la esfera familiar y las tareas que antes asumían los vecinos son ahora desarrolladas por los familiares y parientes. En los casos en los que el enfermo permanece en casa el sacerdote le llevará el Viático privadamente, sin la asistencia del vecindario. Una vez fallecido las personas más allegadas acudirán a dar su condolencia a la familia y se detendrán unos instantes ante el féretro que contiene el cadáver. El rezo del rosario que convocaba a todo el vecindario en la casa mortuoria tendrá lugar en la iglesia. El velatorio como rito funerario doméstico deja de practicarse.

Otro de los hechos que ha repercutido en las costumbres en torno a la muerte ha sido la comercialización de los servicios fúnebres. Durante la segunda mitad de este siglo empresas y agencias funerarias fueron extendiendo sus servicios hasta las localidades más apartadas y asumieron progresivamente las tareas y funciones que hasta entonces eran desempeñadas por miembros de la comunidad vecinal.

Entre estas labores que se realizaban en régimen de reciprocidad y de obsequio estaban el lavado y amortajamiento del cadáver, el adecentamiento de la estancia mortuoria, la comunicación de la muerte, los avisos a los parientes, las labores domésticas durante el duelo y, sobre todo, el transporte del féretro hasta la iglesia y el cementerio.

La ejecución de estas acciones formaba parte de los deberes vecinales y expresaba los vínculos de relación mutua que existían entre las casas y las familias que convivían en el marco de una vecindad. Muchas de estas prestaciones han sido sustituidas actualmente por servicios funerarios de carácter impersonal. La expresión más acabada de la profesionalización de tales servicios sería el tanatorio donde el muerto permanece durante el tiempo que precede a las exequias.

En el sistema tradicional la casa mortuoria ocupaba el lugar central en el conjunto de los ritos funerarios; de ella salía el cortejo fúnebre, integrado principalmente por el grupo de familiares y parientes, y a ella retornaba una vez celebradas las exequias en la iglesia y llevado a cabo el enterramiento en el cementerio.

Con la supresión del velatorio en la casa y del traslado procesional del féretro desde ella, el ritual funerario se ha concentrado casi en su totalidad en el espacio de la iglesia.

Las exequias que tienen lugar en los templos congregan actualmente un número de asistentes notablemente superior al de antaño. Según constatan las encuestas se ha creado entre la gente la obligación de expresar la solidaridad con vecinos, amigos y conocidos acudiendo a los funerales de sus familiares y parientes. Al decir de una informante «antes se acudía por el muerto y ahora más por la familia del muerto».

Junto a esta mayor asistencia de gente a los funerales se consigna un decaimiento progresivo en la costumbre de .encargar la celebración de misas en sufragio del difunto.

Las módicas cantidades de dinero destinadas a este fin que se entregaban a la familia o se depositaban en la iglesia constituían un entramado de relaciones recíprocas, hartu-emanak, entre las casas y familias de una localidad. Algunas encuestas señalan que la pérdida de esta costumbre se debe al desinterés del clero por esta práctica arraigada en el pueblo. Con todo es indudable que en este caso, al igual que en otros aspectos de la transición en los ritos funerarios, han tenido influencia los cambios operados en la mentalidad popular y la decadencia de las prácticas religiosas.

Hasta tiempos recientes el periodo de duelo se significaba primeramente por la obligación que recaía sobre los familiares y allegados del difunto de asistir a los actos religiosos donde se hacían oraciones y sufragios por su alma.

Los actos de carácter exequial que tenían lugar durante este tiempo -novenario, función mensual de almas, oficios de sepultura dominicales- han quedado reducidos generalmente a la misa de salida que se celebra el domingo que sigue al funeral y a la misa de aniversario.

También se han mitigado grandemente tanto en duración como en intensidad las marcas de luto que llevaban los familiares y parientes en su indumentaria durante el periodo que seguía a la muerte. En mayor medida han desaparecido las restricciones que la costumbre imponía a los allegados del difunto en sus relaciones sociales y en la asistencia a actos de carácter lúdico.

La realización de nuestras encuestas de campo ha coincidido en el tiempo con la introducción de la práctica de la incineración que en los años noventa se ha intensificado sobre todo en las localidades de gran densidad urbana. Este hecho que en sí mismo considerado supondría una notable mutación en los modos de enterramiento tradicionales no ha desterrado la inhumación; generalmente tras la cremación las cenizas son inhumadas en los nichos o panteones que las familias poseen en los cementerios.

Acuérdate de la muerte. Reloj solar de Ortzaize (BN). Fuente: «L'Art au Pays Basque» in Visages du Pays Basque. Paris, 1946.