Curación e infección de heridas

De Atlas Etnográfico de Vasconia
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En un apartado anterior dedicado a los remedios para detener las hemorragias se han constatado varios procedimientos para desinfectar las heridas cuya finalidad era precisamente facilitar la curación de las mismas. A continuación recogemos más remedios destinados a curar las heridas, evitando que se infecten, o a tratarlas en el caso de que ocurra esto último.

Para la curación de este tipo de lesiones ha sido habitual recurrir a la aplicación de plantas.

En Agurain (A) se solían recoger una o dos hojas de zarza y se colocaban sobre la herida sujetándolas con un esparadrapo. En Liginaga (Z) con el mismo fin se utilizaban la valeriana, suhar-belharra, y la madreselva, orkatz-ostoa. Iribarren registró que a la savia del cardo triguero se la consideraba cicatrizante[1].

En Améscoa (N) para evitar la infección se coge una hoja de cardo, se corta en trozos, se estruja para que el jugo caiga sobre la herida y finalmente se pone la hoja aplastada sobre la misma a modo de apósito. Para curar la infección de las heridas se les aplica cebolla con un poco de aceite.

En Zeanuri (B) para curar las cortaduras se empleaba la celidonia, zarandona-bedarra[2].

En Bermeo (B) para desinfectar las heridas se recurría igualmente a la planta conocida como iodo-bedarra o arnika-bedarra, la celidonia, que al exprimirla entre los dedos desprende un líquido del mismo color que el yodo, dejando caer unas gotas sobre ellas. Otra planta conocida como osabedarra, aprovechando que tiene hojas carnosas que pueden abrirse, se aplicaba directamente sobre las heridas para favorecer su curación e impedir que se infectasen. Otros tres productos vegetales, el ajo, el limón y la lechuga también se han utilizado con idéntica finalidad. El líquido en el que previamente se han cocido ajos se ha empleado para lavar las heridas y las regiones infectadas. El limón se considera muy útil en las de las manos y una hoja fina de lechuga se empleaba para colocarla sobre las lesiones amplias a las que primero se aplicaba mercromina, producto con el que también se humedecía la hoja y se colocaba entre la zona afectada y el apósito o venda para evitar que se pegase a la herida a medida que cicatrizaba. Otra planta medicinal, el saúco, también favorece la limpieza y curación si se frota sobre la lesión.

Celidonia, zarandona-bedarra. Fuente: Dioscórides. Pedacio Dioscórides Anazarbeo, acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos: edición de 1566. Madrid: Fundación de Ciencias de la Salud, 1999.

En Ataun (G) consideraban que la mejor planta para curar los cortes era la hoja de abigorria (¿arándano?). Se aplicaba el envés de la misma en la herida. También se recurría a otras especies vegetales como la hoja de belar belza o de basoko ebai-belarra. Se le quitaba la piel a la ebai-belarra y se ponía sobre la herida para curarla. Se calentaba plantilla belarra, se golpeaba en una madera, se hacía presión en las nervaduras y se aplicaba el envés sobre la lesión. Se utilizaba asimismo andra mari belarra, mermena-belarra o mermena txiki-belarra y koska-belarra. Se cocían pasma-belarrak, se pasaban por un poco de aceite y con ello se vendaba la herida. Se molía la cardencha, astalarra, y se frotaba el corte con el líquido que segregaba; para que curase se consideraba conveniente depositar la hoja sobre la herida. Se machacaba geranio, zaingorria, y con el líquido obtenido se curaba el corte; también se solía cocer y se frotaba la herida con el agua resultante. Se trituraban hojas grandes de saúco, intxusa-ostoa, y la savia segregada se colaba dos o tres veces por una tela y se guardaba en una botella para que no perdiese fuerza; se consideraba muy buena para curar heridas e hinchazones. De los cortes hechos con la guadaña o con la hoz se decía que era bueno limpiarlos con el agua de la colodra, sega-potoa.

En Bedarona (B) se desinfectaba la lesión con el agua resultante de cocer malvas. También colocaban un emplasto elaborado con la planta llamada txinurri-bedarra. Se machacaban sus hojas en un cuenco y una vez concluida la operación se ponían en la herida echando por encima el jugo que quedaba en el cuenco, por último se cubría todo con un trapo. Como cicatrizante se consideraba buena la planta conocida como azeri-buztana, que se machacaba y se colocaba sobre la lesión; se cambiaba varias veces al día.

En Amézaga de Zuya (A) se aplicaba lengua de perro (Cynoglossum officinale). El procedimiento era el siguiente: Se dejaban varias hojas sobre las brasas sosteniéndolas con unas tenazas y cuando estaban calientes se apartaban y se les quitaba la epidermis, tras lo cual se posaban sobre la herida. Cada día se usaba una hoja y hay constancia de que sanaron infecciones serias. Las hojas de bálsamo también se consideraban eficaces si se utilizaban con el mismo sistema porque servían para expulsar el pus. Las de llanteno, una vez calientes, se aplicaban con aceite y jabón Chimbo. También se lavaban las heridas con el agua resultante de hervir llanteno e igualmente con las chupamaterias hervidas con agua salada.

En Hondarribia (G) los obreros siempre llevaban encima pasmo-belarra de modo que cuando sufrían heridas con un metal oxidado se golpeaban antes que nada con un palo en la zona para expulsar la sangre mala, luego frotaban en primer lugar con ajo la lesión y después con la planta antes mencionada a modo de desinfectante.

En Durango (B) para curar las heridas, y también las úlceras, se cocían en agua plantas de cola de caballo y con el líquido obtenido se impregnaban gasas de algodón que se aplicaban en las mismas. Sobre ellas se colocaban paños para que conservaran el calor.

En Sara (L) en algunas casas cultivaban romero, erromania, cuyo cocimiento se utilizaba para sahumerios que se aplicaban a las heridas, contusiones y fracturas. Para curar heridas y contusiones también se empleaba el llantén de hojas anchas, bortz-zaiña; y para las heridas producidas por herramientas se recurría a la yerba llamada pika-belarra, asclepiadeo.

En Vasconia continental para evitar que una herida se enconase había que ponerle grasa sin sal y por encima una hoja de la hierba de la Virgen, ama birjiñaren belarra. También se usaba la hoja de la higuera[3].

Hoja de higuera, piku-ostoak. Fuente: Luis Manuel Peña, Grupos Etniker Euskalerria.

En Elgoibar (G) cuando una herida supuraba le ponían encima una hoja de berza para que eliminase la suciedad. En Hondarribia (G) se aplicaba pasmo-belarra y se vendaba.

En Vitoria (A) se preparaba aceite de nueces teniéndolas varios días en maceración con aceite de oliva cuando todavía no habían empezado a formar la dura cáscara interior[4]. En Amézaga de Zuya (A) también se recurría al aceite de nueces[5]. En Durango (B) cuando una herida se enconaba se introducía en agua hervida que estuviese muy caliente.

Recogemos a continuación una práctica curativa que debe de ser muy antigua. Se atribuye a la lengua del perro la capacidad de sanar las heridas. Esta práctica que desde la óptica actual es antihigiénica posiblemente nació fruto de la observación de cómo estos animales curan sus heridas lamiéndolas.

En Donoztiri (BN) a la lengua de perro le atribuían virtudes curativas de modo que cuando uno tenía alguna herida procuraba que se la lamiese uno de estos animales. En Liginaga (Z) las heridas también se curaban del mismo modo.

En Apellániz (A) se dejaban lamer la herida por un perro, también se la lavaban con orina de persona, se untaba con aceite que hubiese ardido ante el Santísimo o se lavaba con vinagre y sal. Las heridas ulceradas debían cubrirse con miel, y sobre ella enrollar una venda que protegiese la lesión. Iribarren también recogió que para atajar la sangre de heridas y cortadas resultaba muy eficaz el lametazo de un perro. Constató asimismo el uso de la orina para sanar heridas y llagas[6]. En Vitoria (A) también dejaban que las languase un perro[7], al igual que en Bedarona y Carranza (B). En Amézaga de Zuya (A) permitían que las languase igualmente.

En la primera mitad del siglo XX se recogieron algunas creencias de viejo cuño relacionadas con la curación de heridas.

En Vasconia continental cuando uno se producía un rasguño con una planta había que coger la raíz de esa misma planta y ponérsela encima de la herida, rodeada con una banda. Cuando se sanaba la herida caía de por sí la raíz aplicada[8].

En Sara (L) para curar la herida producida por el espino bravío o endrino había que pedir perdón a este arbusto.

En Salazar (N) para sanar las heridas se ponía colgando en el llar del hogar una cruz de arce[9].

Si a pesar de todos los cuidados continuaba empeorando y llegaban a presentar signos de erisipela, ixipula, disipula, se debía recurrir al cocimiento de la rosa de cien hojas o rosa centifolia o bien ser tratada con el emplasto preparado con un litro de vinagre y un cuarterón de polvo[10].


 
  1. José Mª IRIBARREN, Retablo de curiosidades: zambullida en el alma popular. Zaragoza: 1940, p. 75.
  2. Resurrección Mª de AZKUE. Euskalerriaren Yakintza. Tomo IV. Madrid: 1947, p. 235.
  3. Juan THALAMAS LABANDIBAR. “Contribución al estudio etnográfico del País Vasco continental” in Anuario de Eusko-Folklore. Tomo XI. Vitoria: 1931, p. 62.
  4. Gerardo LÓPEZ DE GUEREÑU. “La medicina popular en Álava” in Homenaje a D. Joaquín Mendizabal Gortazar. San Sebastián: Museo de San Telmo, 1956, p. 262.
  5. Barriola registra tres fórmulas bastante más complejas que las aportadas hasta ahora por nuestros informantes. Los pescadores donostiarras utilizaban un ungüento para lograr la curación de todo tipo de heridas o rozaduras, estuviesen o no infectadas. Se ponía media libra de aceite con diez cabezas de ajo, que se retiraban al entrar el aceite en ebullición, se añadían a éste seis onzas de cera virgen que se fundían en él y unos polvos de minio. El ungüento negro resultante se conservaba en latas. Su principal mérito radicaba probablemente en la impermeabilización procurada por la cera fundida que aislaba la herida del medio exterior, lo mismo que sucedía con la pez de los zapateros.

    También recoge un emplasto de boca de un curandero de Pasajes (G) que utilizaba para la curación de heridas. Él lo aprendió de otra curandera de Oiartzun (G). Se cortaban en trocitos tres especies distintas de hierbas. Éstas, bien cortadas, se mezclaban con gran cantidad de ajos, se machacaban bien y se prensaban en un torno para exprimir el jugo, que debía recogerse. Se añadían al mismo grasa de gallina y manteca de cerdo, aceite y resina líquida. Se colocaba todo en una caldera, a fuego lento, y se agitaba sin interrupción durante dos horas hasta que adquiriese una consistencia siruposa. El ungüento así obtenido se extendía en un trapo de hilo y se colocaba sobre la herida, previamente lavada con agua. Así se repetía durante varios días hasta lograr la curación.

    Este mismo autor describe la preparación del bálsamo de Malats, con el que el curandero Petriquillo intentó curar la herida que terminó con la vida de Zumalacárregui. En una vasija de vidrio de boca ancha se colocaban en una determinada y bien conocida proporción, flores de romero, manzanilla y cantueso en buena cantidad de aceite y tapado con un paño se abandonaba el recipiente al sol y al sereno, de mayo a octubre. En agosto se le incorporaban frutos y hojas de balsamina y en septiembre bálsamo de Perú. Llegado octubre se colocaba todo para dejarlo clarificar por reposo y conservarlo en frascos llenos y bien tapados. Se empleaba principalmente por sus propiedades para detener la hemorragia y cicatrizantes. Vide Ignacio Mª BARRIOLA, La medicina popular en el País Vasco, San Sebastián: 1952, pp. 30-32.

  6. José Mª IRIBARREN, Retablo de curiosidades: zambullida en el alma popular. Zaragoza: 1940, pp. 71 y 75.
  7. Gerardo LÓPEZ DE GUEREÑU. “La medicina popular en Álava” in Homenaje a D. Joaquín Mendizabal Gortazar. San Sebastián: Museo de San Telmo, 1956, p. 262.
  8. Juan THALAMAS LABANDIBAR. “Contribución al estudio etnográfico del País Vasco continental” in Anuario de Eusko-Folklore. Tomo XI. Vitoria: 1931, p. 64.
  9. Resurrección Mª de AZKUE. Euskalerriaren Yakintza. Tomo IV. Madrid: 1947, p. 263.
  10. Ignacio Mª BARRIOLA, La medicina popular en el País Vasco, San Sebastián: 1952, p. 27.