Diferencia entre revisiones de «El semblante del cadaver»

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Revisión actual del 07:00 20 dic 2018

La placidez o la dureza del proceso agónico y el semblante con el que queda el finado tras el óbito se han tomado a menudo como señales de salvación o condena.

En Arrasate (G) y Bera (N)[1] se dice de los que mueren apaciblemente, conservando en su rostro un gesto de dulzura, que se salvan; en cambio, de los que les cuesta mucho morir y su rostro se desfigura se piensa que van al infierno.

En Orozko (B) si el que moría lo hacía con placidez era señal de que su alma se había salvado; mas si expiraba dando muestras de mucho sufrimiento se creía que se había condenado[2].

En Galarreta (A) solían decir que si la faz del muerto quedaba poco alterada es que había salvado su alma, pero cuando quedaba muy desfigurada se temía por su suerte[3].

En Zegama (G) era indicio de salvación que el cadáver quedase sonriente. Decían que tal expresión era causada por la victoria del ángel bueno sobre el malo. Eran señales de condenación el que se sintiesen en la casa ruidos de cadenas, cencerros o viento estrepitoso[4].

En Mendiola (A) y Arrasate (G) también se pensaba que si el cadáver mostraba un gesto de placidez su alma se había salvado. En Meñaka (B) por el contrario si quedaba ennegrecido solían decir que su alma no había ido a buen sitio[5].

En algunas localidades el semblante del difunto era tomado tan sólo como indicio del tipo de muerte que había tenido, sin atribuirle ningún significado sobre el destino del alma.

Así se constató en Carranza (B), donde se atribuía a una buena muerte el aspecto risueño y el estado natural de las facciones del cadáver[6].

En Lezama (B) dicen algunos que si el cadáver muestra una apariencia tranquila es señal de que ha tenido buena muerte; sin embargo, el mal semblante o el aspecto demacrado indican que ha padecido bastantes sufrimientos.

Otra creencia relacionada con el aspecto del finado es la recogida en Bermeo (B) donde se pensaba que si el cadáver quedaba con los ojos abiertos esa persona iba al cielo. En Ezkurra (N) dependiendo de si al fallecer había quedado con los ojos abiertos o cerrados se pensaba que se había condenado o salvado[7].

Además de las interpretaciones que se puedan realizar sobre el aspecto del cadáver, ha existido una preocupación porque muestre un semblante plácido. También se aprecia una cierta curiosidad por comprobar la expresión del difunto por parte de quienes se desplazan hasta la casa mortuoria para visitarlo. Cuando el aspecto del rostro es tranquilo se emplean expresiones como «ha muerto feliz» (Amézaga de Zuya-A); «pozik dagoela esan lei», parece que está feliz (Bermeo-B); «beti-betiko arpegi zoriontsuegaz il da», ha muerto con su alegre cara de siempre (Bermeo-B); «ha quedado como un santo» (Llodio-A); «santu baten aurpegixe dauko», tiene la cara de un santo (Aramaio-A); «aingerutxo bat ematen du», parece un ángel (Bidegoian-G); «se ha quedado como un pajarito» (Amézaga de Zuya-A); «txori txiki bat bezala gelditu da», se ha quedado como un pajarito (Bidegoian-G); «parece que está dormido» (Elgoibar-G); «está como vivo» (Moreda-A). En la actualidad perdura la preocupación por el aspecto del cadáver hasta el punto de que algunas agencias funerarias le maquillan el rostro para que parezca que está dormido en vez de muerto.

En lo que se refiere a los últimos momentos del moribundo, el morir mirando a la pared se tenía en Oiartzun[8] (G) y Zeanuri (B) por señal de condenación. En Berganzo (A) se decía del avaro: «Ese se ha de morir mirando al rincón» y en Salvatierra (A) de la persona de mal carácter: «Ese se morirá mirando a la pared».


 
  1. Julio CARO BAROJA. La vida rural en Vera de Bidasoa. Madrid, 1944, p. 168.
  2. AEF, III (1923) p. 7.
  3. AEF, III (1923) p. 54.
  4. AEF, III (1923) p. 108.
  5. AEF, III (1923) p. 32.
  6. AEF, III (1923) p. 2.
  7. José Miguel de BARANDIARAN. «Contribución al estudio etnográfico de Ezkurra. Notas iniciales» in AEF, XXXV (1988) p. 60. Textual: Si con los ojos abiertos o cerrados, se ha condenado o salvado.
  8. AEF, III (1923) p. 78.