XXV. LOS RITOS FUNERARIOS EN IPARRALDE
Desde los años 1950, el ritual funerario tradicional ha experimentado cambios profundos en Iparralde que siguen acelerándose. Algunos de ellos, ya irreversibles, son ante todo el testimonio de un orden social y de una visión del mundo que resultan muy ajeno a las nuevas generaciones. Sin embargo, una parte importante referida a las maneras de actuar subsiste, pero estas modalidades a veces son meros “puntos referenciales”, “tramas organizadoras” que la memoria reactiva. ¿Hasta cuándo?
La influencia del clero ya no es la que fue y la “práctica eclesiástica” preocupa poco a las nuevas generaciones. Claramente, el ritual ha evolucionado, así como la actitud frente al difunto; los laicos se ven confrontados cada vez más a nuevas situaciones (clero que escasea, marcada descristianización del estilo de vida y del pensamiento, mercado de la muerte, familias desestructuradas, etc.). Este mundo antiguo que se va, ¿ayudará a construir el que se anuncia?
En la parte costera, se aprecia una ruptura total con respecto al interior. Allí, la muerte se trata fuera del contexto de la casa, etxe, y del marco que forma la sociedad de los vecinos. En cuanto a los cristianos, allí más que en cualquier otro lugar, tienen que asumir su fe en medio de la indiferencia, en el mejor de los casos.
Estas son las tres vías que hemos explorado y especialmente las primeras, a saber el estado del rito funerario actual en la montaña, las tierras bajas del interior y el litoral. Nos hemos centrado en describir cuidadosamente las prácticas y sus variantes; hemos intentado resaltar las relaciones entre individuos y entre situaciones (con el fin de ver cómo se expresa la sociedad de los vecinos que fundamenta nuestra cultura, pero que, a día de hoy, no ha despertado ningún interés en la etnología de Iparralde). Hemos explorado el entorno urbanizado de la costa en su aspecto más avanzado en la vía de la “modernización”. Aquí y allá hemos señalado cambios recientes, pero nuestra intención ha sido ante todo retratar el mundo en el que se desenvolvían todavía nuestros padres; este es el testimonio que hemos querido construir, a modo de sólido punto de apoyo, y a él dedicamos este resumen.
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Presagios y señales, agonia
La muerte es el término natural de una larga vejez. El anciano se convierte durante algún tiempo en un tema de preocupación. El sacerdote viene a visitarle más a menudo, los primeros vecinos se interesan por su salud, hacen visitas. Todos se preparan para el desenlace fatal.
De pronto la muerte golpea donde no se la espera, en un momento imprevisto. Se evoca aquí una especie de resignación, de destino (jin beharra, gertatu beharra zen) como si nuestra aventura estuviera ya escrita. Agravando este concepto, la persona que padece la muerte nos muestra que existe algo en nosotros que nos supera; así reza ese dicho tan conocido: odolak baduela hamar idi parek baino indar gehiago. Finalmente tenemos a Herioa quien viene a buscarnos y contra quien luchamos: el que se encuentra debilitado caerá fácilmente. Este combate se sigue con preocupación en la comunidad (sobre todo si el enfermo es joven), que hablará con naturalidad de vencido, de ataque, de remisión, de fuerza, etc. Al margen de este contexto, al que el discurso de la iglesia deberá acomodarse, existe una “lectura de las señales”.
Estas últimas son esencialmente de dos tipos: 1) eventos incongruentes, anormales (coincidencias, “contratiempos” sobre todo por la noche); 2) advertencias ofrecidas por la naturaleza misma y más concretamente por los animales. Las señales alertan a quien sabe entenderlas: laster norbait hilen da. Bajo esta óptica es esencial saber leer la señal del maleficio, el aojamiento, belhagilea, y demás conjuros, konjuratze, que desean la muerte de tal o cual de entre nosotros, herioa desiratzea.
Finalmente, tenemos algunas razones para creer que para muchos compatriotas nuestros de los “viejos tiempos”, los muertos seguían ejerciendo alguna actividad entre nosotros en forma de almas errantes, arima erratiak. Verdaderos seres intermediarios, estas ánimas errantes, siempre activas, moradoras de las sombras pero también del fugitivo destello, del aliento expirado profundamente, entraban muy difícilmente en la antecámara que la Iglesia les preparaba en espera de ese gran juicio que presuntamente sería el último. Tenemos algunas razones para creer que aunque los difuntos se marcharan, no necesariamente desaparecían. En el fondo, la Iglesia no podía contradecir esta idea, sino recogerla, dándole un sentido especial (así, al niño muerto Dios lo convierte en ángel).
La agonía ha dado lugar a prácticas que resaltan el carácter de acontecimiento público que revestía el tiempo de la muerte. Aquí en principio es donde interviene un personaje clave de las prácticas que se inscriben al margen del ritual eclesiástico, la sacristana, andere serora. Ella es quien se encarga del tañido de las campanas de la iglesia y este mensaje tiene un doble sentido: 1) avisar a la comunidad de los vivos (incluyendo a los animales y a la naturaleza que marcan el paso, “viven al ralentí”); 2) ayudar al moribundo “consolándole”, “ayudándole a marchar”. De este modo, el moribundo sabía que, durante ese tiempo, él era el centro de todos los desvelos y que las oraciones le sostenían. Nadie muere solo ni abandonado.
Asistencia cristiana
Bajo esta perspectiva no hay nada original, el viático y la extremaunción son prácticas definidas por la Iglesia. Ambas inauguran para el moribundo el tiempo en que se fundirá con el cuerpo místico de Cristo, esta solidaridad ininterrumpida que abarca toda la eternidad y se reactiva continuamente mediante el culto de los ancestros.
Esta asistencia también significa claramente que ha llegado el momento de poner orden en lo más profundo de nosotros mismos y de sintonizar con otras realidades. Por eso era un momento temido y muy a menudo se llamaba al sacerdote demasiado tarde; no se quería “asustar” al moribundo confrontándolo a este final temible para todos.
Creencias relativas a la muerte
Resulta muy difícil pronunciarse sobre este tema. Fuera de la lectura cristiana (la voluntad de Dios, Jainkoaren nahia) o fatalista (azken orena, azken ozka...), la muerte se “vive” a la vez como una presencia y como una partida. A decir verdad, se trata de interpretaciones basadas en indicios, en formas de actuar que parecen haber sido compartidas ampliamente en los tiempos “más antiguos”.
La presencia se refiere a Herioa. Cuando viene a buscar a la persona todo el mundo debe estar en guardia: los animales son llevados al establo. Esta llegada puede dejar como una huella que el fuego borrará, purificará.
La partida es la del “alma” o del “espíritu”, izpiritua, arima, que acompaña al último suspiro emitido, azken hatsa. Bajo esta óptica, a veces se retiraba una teja del tejado y se sigue abriendo la ventana o la puerta de la habitación del que acaba de morir. El muerto nos ha dejado, joan zauku, pero sus restos mortales no son inofensivos, hay que cerrarle los ojos cuanto antes para evitar que llame a alguien. En las expresiones utilizadas para describir este último tránsito que se han recogido, se percibe un mundo complejo, disperso y al mismo tiempo lleno de matices. Naturalmente, la visión cristiana, tal y como la imponía la Iglesia, desempeñaba plenamente su función. Bajo esa óptica, la muerte era separación, pero también presentación ante el tribunal supremo y acceso, ciertamente poco garantizado, a un cielo donde reina un Dios que nos pide cuentas.
El duelo doméstico y familiar
Las mujeres, hasta entonces muy presentes, se hacen cargo del rito doméstico con la colaboración de los vecinos y especialmente del primero, lehen auzoa. Recogimiento, silencio, velatorio del muerto y visitas marcan este tiempo en que se inicia el duelo.
Al muerto se le lava, se le viste y se le presenta en una cama, a veces adornada. Se acondiciona la habitación tapando los espejos, cambiando los candelabros y mantelitos, etc.; en una silla cubierta con una tela especial, lonjera, se coloca la cruz que el primer vecino ha ido a recoger a la iglesia. En una mesa se dispone un plato con agua bendita y una palma de Ramos para bendecir al difunto durante las visitas. En la mesilla se enciende una vela al lado de un crucifijo o una imagen de la Virgen. La presencia de esta luz es esencial y hemos tenido cuidado en diferenciar los tipos de “cirios” y de luces así como su valor relativo en determinados tiempos y circunstancias.
El anuncio
Se le da aviso al primer vecino, quien a su vez se encarga de avisar al ayuntamiento y a la parroquia. En principio, suele ser la sacristana quien le entrega la cruz mortuoria que llevará respetuosamente hasta la habitación de su vecino; mientras ella toca la campana para avisar al pueblo y sus alrededores. A menudo se sigue un determinado “código” dependiendo de si el difunto es hombre, mujer o niño.
El primer vecino, así como el segundo a veces, (estos vecinos se encuentran definidos en función de criterios que hemos intentado especificar) se reúne con la familia y confecciona la lista de parientes que hay que avisar. El primer vecino distribuye esta tarea entre sus vecinos cercanos y otros en caso de necesidad, así investidos de la función de mensajeros de la muerte, hil mezukari; por su parte, se reserva para él la distancia más larga. El anuncio, hil abertitzia, tiene como finalidad informar del fallecimiento e indicar la fecha del funeral. También se les avisa a algunos animales (vacas, ovejas, abejas, perros) y de ello se encarga algún miembro de la familia. Algunos de estos animales podían estar de luto durante un tiempo más o menos largo, especialmente las abejas y las ovejas: se las guardaba encerradas, se impedía el sonido de las esquilas o se les colocaba un trapo.
Existe finalmente como una especie de eco al anuncio con el toque a muerto que resuena tres veces al día, al amanecer, al mediodía, y al anochecer: argitzian, eguerdian eta ilhuntzian.
Preparativos de la comitiva
Un nuevo personaje interviene que en muchas localidades sigue siendo el encargado de organizar el funeral, el carpintero. Él es quien coloca al difunto dentro del ataúd, rápidamente fabricado, con alguno de sus ayudantes o con el primer vecino. Según la costumbre, la familia no debe manipular el cuerpo ni asistir a su desaparición. Se suele envolver al fallecido en una mortaja, a veces con su cabeza apoyada en un pequeño cojín; se le viste con su mejor traje o vestido. Con los pies en sus zapatos y la boina en la cabeza, se marcha de viaje. Nos encontramos en la víspera o en la mañana del funeral.
El ataúd se presenta entonces en un edículo formado por lienzos decorados con ramas. En Baja Navarra, el carpintero ha edificado en el vestíbulo, eskaratze, contra la puerta de entrada, una pequeña capilla con lienzos que las vecinas adornan con ramos verdes (boj, laurel). El lienzo del fondo es especial, se denomina hil mihisia. El carpintero coloca el ataúd sobre dos sillas en el centro de este espacio cerrado. En cada lado dispone cirios en candelabros proporcionados por la familia o recogidos en la vecindad (cada casa inscribe su nombre en la base para recuperarlo luego). Dos objetos simbólicos cobran importancia: un crucifijo de mármol comprado por el primer vecino (que se colocará en el monumento funerario), así como el ezko de la casa (cirio de luto utilizado en la iglesia durante las misas de honras).
Generalmente, la primera vecina, acompañada por su marido, recibe a los visitantes a la entrada del vestíbulo. Lleva a los parientes a la cocina donde se encuentran los moradores de la casa.
La hora del funeral se acerca; las vecinas visten a las mujeres con sus pesadas capas, ayudan a los hombres a sujetar las capas de luto, a anudar las corbatas.
El cortejo fúnebre
El carpintero pone orden en la comitiva que sale de la casa, repartiendo cirios y flores. El primer vecino suele ser quien encabeza el cortejo, llevando la cruz funeraria de la iglesia. Le sigue el clero y luego el muerto, que llevan sus cuatro “primeros vecinos”. Las mujeres van detrás de la primera vecina que actúa como portadora de la luz, argizaina, en Baja Navarra, llevando los cirios de los primeros vecinos en un gran cesto redondo.
El cortejo fúnebre forma generalmente una única fila, con la familia siguiendo al fallecido, hombres y mujeres por separado. El resto de los asistentes puede unirse a la comitiva a lo largo de su trayecto, colocándose al final sin seguir ningún orden especial.
Todo el mundo utiliza el camino mortuorio, hil bidia; este es un camino propio de la casa que la vincula con la iglesia.
Composición del cortejo y orden
En este campo reina una extrema variedad que volvemos a encontrar hasta cierto punto en el tipo mismo de traje funerario y en la manera de llevarlo. Este último aspecto es particularmente evidente en el caso del hombre, que es sin embargo el elemento más pasivo, por no decir el más insignificante, dentro del ritual.
Esta temática reviste un grado elevado de complejidad ya que corresponde a realidades de país: existen procederes que encontramos por todo Zuberoa, otros, muy abigarrados, hacen de Baja Navarra un mosaico de particularidades. No obstante, por todas partes la vecindad constituye el trasfondo a partir del cual se organiza y despliega el fasto de esta comitiva dentro de la cual la Iglesia ocupa un lugar, cierto, pero únicamente el suyo. Esta hermosa escenificación del drama y del dolor vividos conjuntamente en comunidad evoca los fastos de los siglos XVII y XVIII.
El funeral
A la salida de la casa, por lo menos en Baja Navarra, el carpintero organiza el cortejo. En la entrada del templo, la andere serora, lo recibe. El primero representa a una comunidad que celebra la muerte de uno de los suyos y la segunda a esta misma comunidad quien lo acoge en un lugar donde, mediante la liturgia, la Iglesia dará su verdadero sentido a la muerte y por tanto a la vida.
La misa de funeral ofrece poca variedad. Sus rasgos más notables pertenecen a una especie de religión “doméstica”. Aparecen con claridad en los siguientes aspectos: 1) Importancia de la sacristana que ejerce como “maestra de ceremonia”; 2) Papel y presencia activa de la primera vecina; 3) Colocación de la gente y especialmente de las mujeres en la tradición más antigua; 4) Manipulación de los tipos de luces, según su propia naturaleza (ezko, xirio).
Ofrendas
En este apartado cabe mencionar primeramente la compensación entre vecinos, ordaina. Se ofrecen misas para el difunto; cada casa lo hace, así como cada pariente cercano. Esta ofrenda suele adecuarse al grado de parentesco, al grado de riqueza de quien ha hecho el obsequio, así como a la importancia del obsequio hecho en una ocasión similar, por la casa del muerto a la nuestra. De este modo, la solidaridad se expresa mediante esta ofrenda que suele recoger el primer vecino, o en su caso el carpintero o el maestro cantor, chantre.
La lista de las personas y de las casas que dan una ofrenda se hace pública al colocarse en la puerta de la iglesia. Antaño, la leía el sacerdote desde el púlpito.
Ya hemos hablado de las ofrendas de luces. Posteriormente, los difuntos de la casa se honrarán con regularidad y de manera colectiva por medio de ofrendas de misas, sobre todo presentadas por las mujeres.
El entierro
Parece ser que la costumbre más antigua requería que sólo el primer vecino, junto con los demás vecinos portadores del ataúd (los mismos que generalmente habían abierto la fosa) acompañara al sacerdote y realizase el entierro. Luego de cerrar la fosa, el primer vecino iba a buscar a la familia y al cortejo para llevarlos sobre la tumba. Se producía un último momento de oración y la gente se dispersaba.
La casa y el “banquete funerario”
En Baja Navarra, puede producirse, durante la vuelta a casa, un momento de pausa ante un fuego encendido delante de la puerta: en círculo, la gente reza una oración. La comida fúnebre tiene lugar en el eskaratze acondicionado por el carpintero, quien se encarga de repartir el pan, el vino y en su caso el café. De hecho, esta comida puede ser modesta pero también asemejarse a un verdadero banquete.
Generalmente la comida se termina con la oración, iniciada por el maestro cantor o el primer vecino, incluso el sacerdote si está invitado. Puede dedicarse sólo al difunto pero también se le pueden asociar los demás muertos de su casa, etxetik atera diren arimentzat, así como el primero de la asistencia que va a fallecer. En estos dos últimos casos, vemos claramente cómo se expresan tanto una solidaridad como un vínculo entre el aquí y ahora por un lado y este otro lugar que acoge nuestras almas.
Todo ello se producía en la casa, cerrándose así un ciclo.
El luto
En el periodo de luto las convenciones sociales de la época pesaban mucho e imponían la manera de comportarse. El periodo de luto se señalaba mediante signos exteriores que se iban abandonando paulatinamente (salvo en el caso de las abuelas, amatxi, que siempre hemos conocido vestidas de negro); la duración de este periodo y su intensidad dependían sobre todo de la naturaleza del difunto (niño, adulto) y del vínculo que unía a él.
Parece que los primeros tiempos del luto estaban marcados por ceremonias organizadas por mujeres. Existieron también “misas de vecinos” cuyo recuerdo apenas se vislumbra. Estas ceremonias se hacían menos frecuentes a partir de urthe buruko meza, la clásica “misa de cabo de año”.
Leyendas en torno a la muerte
No existen “leyendas sobre la muerte” propiamente dichas en este territorio, a lo sumo, algunas historias estereotipadas sobre arima erratiak así como tópicos y prácticas alejadas de cualquier racionalidad. Es raro que Herioa se perciba como una entidad y que algún informante la describa. Un ritual funerario arraigado y estructurado hace que se asimile el momento fatal, y el paso de la casa a la morada eterna.