Agricultura en Vasconia
En plena Gran Depresión y acosados por una crisis ecológica causada en buena medida por una prolongada sequía (el Dust Bowl), numerosos agricultores estadounidenses perdieron sus tierras a manos de bancos y compañías financieras; llegaba una nueva agricultura de corte industrial con operarios que ya no eran dueños de la tierra que trabajaban:
Y los hombres levantaron un instante la vista con un dolor latente grabado en los ojos. Nos tenemos que marchar. Van a traer un tractor y un capataz. Como en las fábricas. (...)
Los tractores vinieron por las carreteras hasta llegar a los campos (...) el hombre sentado en el asiento de hierro no parecía humano (...) un robot sentado (...). No podía ver la tierra tal como era, ni olerla tal como olía, no podía pisar los terrones o sentir el calor y la fuerza de la tierra. Sentado en un asiento de hierro pisaba pedales de hierro. (...) No conocía la tierra, no la poseía, no confiaba en ella ni le imploraba. No tenía la menor importancia que una semilla plantada no germinase. El que la joven planta pugnando por crecer se agostara en la sequía o se ahogara en una lluvia torrencial le era tan indiferente al conductor como al tractor.
No sentía más cariño por la tierra que el que pudiera sentir el banco. Podía admirar el tractor: sus superficies de máquina, sus oleadas de potencia, el rugido de sus cilindros detonantes; pero el tractor no era suyo. Tras el tractor rodaban los discos brillantes que cortaban la tierra con las cuchillas; aquello no era arar, sino una especie de cirugía: la tierra extraída era empujada hacia la derecha, donde la segunda fila de discos la deshacía y la volvía a empujar a la izquierda; cuchillas cortantes que brillaban pulidas por la tierra lacerada. Y, arrastrados tras los discos, llegaban las gradas con sus peines de hierro, deshaciendo los terrones hasta que la tierra quedaba nivelada. Después de las gradas entraban en escena las grandes sembradoras, doce penes curvos de hierro, erectos en la fundición, cuyos orgasmos los producían engranajes, que iban violando la tierra metódicamente, sin pasión. El conductor sentado en su silla de hierro se enorgullecía de la rectitud de las líneas que no se hacían por disposición suya, sino del tractor que ni poseía ni amaba, de ese poder que no estaba bajo su control. Y cuando aquella cosecha crecía y luego se segaba ningún hombre había desmigajado un terrón caliente con sus manos dejando la tierra cribarse entre las puntas de los dedos; ninguno había palpado la semilla ni anhelado que ésta germinase. Los hombres comían algo que no habían cultivado y no había conexión entre ellos y el pan. La tierra daba frutos sometidos al hierro y bajo el hierro moría gradualmente; porque no había para ella ni amor ni odio, y no se le ofrecían oraciones ni se le echaban maldiciones.
Las uvas de la ira, 1939.
John Steinbeck. Premio Nobel de Literatura en 1962.