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Padre me dijo:
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–Pobre Ramón, ahora tendrás que ir tú a la quesería. Ya te has hecho un hombre fuerte y deberás ocuparte de las vacas y las ovejas y llevarlas a pacer a la montaña. Cuida bien el ganado. No olvides que hay que vivir y que ahora no hay nadie más que tú para guardar aquellas vacas y ovejas.
La primera vez que subí, me acompañó mi padre. En aquella ocasión pasó la noche conmigo y al día siguiente, tras darme algunas recomendaciones, se marchó sin más, tomando un sendero que daba al camino cimero. Allí se detuvo un instante contemplando la choza y la cabaña, mirándome a mí y a la cabaña, y luego lo tapó el monte. A mí me produjo una emoción especial y creo que a él le ocurrió lo mismo. La sola idea de pensar que dejaba a un niño solo a tres horas de casa... ¡Pobre padre! ¡Por una parte el dolor de tener dos hijos en la guerra y, por otra, el dejarme a mí allí solo con aquel poco ganado…!
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