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Lehenbiziko, aitarekin joan nintzan. Egun hartan aita egon zen gau bat enekin; eta biharamunean, zernahi errekomendazione eginik, hara nun partitzen den, xendra batetik, gaineko bidera. Han etxola eta bordari begira egon zen ixtanbat, eni eta bordari beha, eta hara nun estali zuen mendiak. Eni egin zautan halako efetu ttipi bat, eta pentsatzen dut hari ere egin zakola segur efetu. Horrela haur bat erran behar eta han bakarrik uztea etxetik hiru orenen bidean. Gaixo aita! Alde batetik bere bi semen gerlako arrangura, eta bertzaldetik ni ere azinda porroxkekin han utzia!…<ref></ref>
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Padre me dijo:
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–Pobre Ramón, ahora tendrás que ir tú a la quesería. Ya te has hecho un hombre fuerte y deberás ocuparte de las vacas y las ovejas y llevarlas a pacer a la montaña. Cuida bien el ganado. No olvides que hay que vivir y que ahora no hay nadie más que tú para guardar aquellas vacas y ovejas.
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Yo, claro, me enorgullecí cuando recibí semejante cargo.
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–Luego tendrás que aprender a prepararte la comida. Ya ves cómo elabora tu madre las tortas de maíz. Dispondrás de cuanta leche quieras. Te daré la vaca bretona negra para que la ordeñes.
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La llamábamos ''Moiua''. Era una vaca pequeña de gran mansedumbre que daba tanta leche como se quisiera. Producía leche hasta casi el momento del parto. La tuve conmigo desde los once años hasta que marché a cumplir el servicio militar. No sé si me creeréis, pero cuando me fui de soldado hasta la despedí con besos. Tiempo después, como envejeció, mi padre la vendió por 100 francos. ¡Pobre ''Moiua''!
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En la borda hacía falta helecho, yo me iba un poco más arriba de ella y en vez de acarrear una brazada de esta planta, le confeccioné a mi ''Moiua ''un collar con algunos trapos viejos. Le pasaba dos cuerdas por el collar, le ponía una rama a modo de narria en la parte de atrás, y así transportaba yo fácilmente el helecho necesario para echar en la cama de la vaca.
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Padre me dijo a continuación:
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–Oye, mañana emprenderemos el camino.
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Teníamos un burro avispado. Lo cargamos. Madre me preparó dos celemines de harina de maíz, mezclada con algo de harina de trigo, para facilitar la operación del amasamiento. Me puso también un trozo de tocino, unos huevos, aceite, sal y una punta de queso, y me dijo:
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–Irá tu hermana o acaso el propio padre a verte y traerte de nuevo el cuenco con la comida.
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Y he aquí que de pronto, mi padre en persona se presentó. Me dijo:
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–¿Qué dice el cuidador de la cabaña? ¿Te estás acostumbrando ya?
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Le respondí:
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–Sí, un poco.
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–Ya te irás acostumbrando. ¿Haces bien las tareas?
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–Yo creo que sí.
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–¡Bueno, bueno…!
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Entonces salió a dar una vuelta por los prados, a comprobar si ya había brotado el pasto y si los topos habían causado daños porque ya me tenía enseñado cómo atraparlos con la azada. Le tomé gusto a ello y no dejaba un solo topo en los campos. Solía atraparlos, los desollaba y enviaba las pieles a mis hermanas a casa para que que ellas se confeccionaran el abrigo de moda más hermoso. Pero ¡nunca jamás he visto acabado ese abrigo!
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La primera vez que subí, me acompañó mi padre. En aquella ocasión pasó la noche conmigo y al día siguiente, tras darme algunas recomendaciones, se marchó sin más, tomando un sendero que daba al camino cimero. Allí se detuvo un instante contemplando la choza y la cabaña, mirándome a mí y a la cabaña, y luego lo tapó el monte. A mí me produjo una emoción especial y creo que a él le ocurrió lo mismo. La sola idea de pensar que dejaba a un niño solo a tres horas de casa... ¡Pobre padre! ¡Por una parte el dolor de tener dos hijos en la guerra y, por otra, el dejarme a mí allí solo con aquel poco ganado…!
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