Activación de la sepultura. Ezkoen piztea

Aunque la sepultura doméstica estaba localizada permanentemente en la nave de la iglesia, las mujeres de la familia la activaban con ocasión del fallecimiento de un miembro de la casa, etxekoa, tanto durante las exequias fúnebres como en los triduos, novenarios y actos religiosos subsiguientes mientras durara el luto. La activación consistía en encender luces en la sepultura, realizar ofrendas y rezar los responsos en ella, previa colocación del ajuar.

Esta labor estaba encomendada preferentemente a la dueña de la casa y, en su defecto, a alguna de las mujeres de la misma. Fue común que ante la imposibilidad de que una mujer de la familia acudiera a la sepultura, una vecina u otra mujer que tuviera próxima la sepultura se hiciera cargo de ella. En algunos lugares se ha conocido también la tradición de que, al menos ocasionalmente, la encargada de atender la sepultura fuera la serora, la beata o la sacristana.

A veces, en las disposiciones testamentarias, se establecía un legado que cubriera el coste de atención y mantenimiento de la sepultura. Para su debido cumplimiento, el propio testador dejaba una manda a favor de sus hijas, sobrinas o nietas, imponiéndoles a cambio la obligación de satisfacer su voluntad.

Aportamos a modo de ejemplo el testamento otorgado en el año 1829 por los esposos Bernardo Apellaniz y Manuela de Laño, vecinos de Villafría-Bernedo (A), algunas de cuyas cláusulas rezan así:

«Queremos sean enterrados (nuestros cuerpos) embueltos con el habito de nuestro serafico padre Sn. Francisco en la sepultura propia de casa sita en esta parroquial.
Asistirán a nuestro respectivo entierro el cavildo de dha villa de Bernedo y sus tres aldeas en donde es comprenso este lugar cuyos celebrarán con su novena y oficio de entierro llevándose sobre la sepultura donde yacieren nuestros cuerpos 16 rr.s de cera entendiéndose todo para uno de ambos otorgantes y el cuidado de llevarlo encargamos a nuestra hija politica Fausta Loza muger legítima de Joan Domingo Apellaniz dejándola por este trabajo y en recompensa de ello una pieza debajo de la Paul de sembradura de dos robos...»[1].

El encendido de las luces estaba al cuidado de la que presidía la sepultura, una vecina o la persona que de oficio se encargara de estas labores en el templo.

En Vasconia continental estuvo generalizada la costumbre de que la primera vecina fuera la encargada de encender y vigilar las cerillas durante el funeral, por lo que recibía el nombre de argizaina (Arberatze-Zilhekoa, Iholdi, Izpura, Oragarre-BN; Barkoxe y Urdiñarbe-Z). En Elosua (G), el día de las exequias era también la primera vecina la que cuidaba las luces de la sepultura. En Aria (N), cualquiera de la familia podía alumbrar el jarleku.

En Arberatze-Zilhekoa y Armendaritze (BN), el día de las exequias era la andere serora o la primera vecina la encargada de encender las cerillas, ezkoak, de la sepultura del fallecido. Con esta luz se encendían las restantes sepulturas, comenzando por la más próxima y pasándose de unas a otras.

En Otxagabia (N), al empezar la celebración de las funciones religiosas, la mujer de la casa de donde había salido el último difunto de la parroquia, encendía su cerilla en la lámpara de la iglesia; las demás encendían sus luces en la de ella[2].

En Zerain (G), al prender las luces, había la costumbre de recitar esta fórmula: «Animak gozatu dezala», que sea para gozo del alma (del difunto), y en Carranza (B), en relación con la costumbre de ofrecer velas en la sepultura, se decía: «Dios nos alumbre en vida y muerte».

En Amézaga de Zuya (A), todas las sepulturas contaban con un «cirio pequeño» formado por una vela muy delgada, enroscada sobre sí misma que se estiraba a medida que se iba consumiendo, que servía para el encendido de las velas y las hachas. En Aramaio (A) se utilizaba para este fin cerilla denominada txirritola.

Primacía de la dueña de la casa

Participación de la serora

Funciones de la serora el día de las exequias


 
  1. AHPA. Protocolo nº 7.633. Escribano Matías de Susanaga.
  2. AEF, III (1923) pp. 136-137.