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La intensificación de la producción ha acarreado la pérdida progresiva de las razas autóctonas. Éstas fueron rentables en tiempos pasados debido a su perfecta adaptación al medio físico en el que se habían desarrollado. Hoy en día han dejado de ser atractivas por su menor producción al haberse generalizado la explotación de animales con altos rendimientos. Las razas que aún sobreviven pastan en régimen libre en aquellos terrenos de monte que no pueden ser aprovechados por animales considerados más productivos.
El interés por la conservación de las razas autóctonas es reciente y obedece más a razones de tipo cultural que a la preocupación de los propios ganaderos porque perduren. Ha sido en los últimos tiempos cuando se han encuadrado bajo el concepto de raza autóctona a animales que se venían criando desde tiempos pasados y a los que han asignado denominaciones que los propios ganaderos desconocían. Solamente las personas que, por razones de oficio, se veían obligadas a desplazarse a puntos lejanos (tal era el caso de los tratantes) eran conscientes de la diversidad racial de los distintos tipos de ganado.
Con los nuevos establos los animales han pasado de convivir con el grupo doméstico a un régimen de nueva producción, a menudo intensiva. Esta nueva situación queda reflejada incluso en la terminología que emplea la administración; ya no se habla de caseríos, cuadras o corrales sino de explotaciones ganaderas.
La alimentación del ganado se ha modificado notablemente; cada vez es mayor la proporción de alimentos que se importan a la localidad donde se ubican las explotaciones ganaderas; este alimento, generalmente en forma de pienso, procede muchas veces de puntos muy lejanos. Esto ha permitido desligar en buena medida la ganadería del suelo al que tradicionalmente ha estado vinculada. Una de las consecuencias de este nuevo sistema de alimentación es la posibilidad de criar especies animales en áreas donde antes, por razones de clima y de pastos, tal crianza era impensable.