Asistentes de oficio

De Atlas Etnográfico de Vasconia
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En Amorebieta Etxano (B) no tomaban parte más que el enterrador y los porteadores, a quienes aquél pedía ayuda para bajar la caja a la fosa.

Otro tanto ocurría en Abadiano (B); en un principio solamente solían estar presentes en el cementerio el enterrador y los que trasladaban el cadáver, anderuak; posteriormente también los de la casa y otras personas.

En Obanos (N) hubo épocas en que sólo iban los llevadores y en el cementerio les esperaba el enterrador. Ahora acude siempre el párroco que celebra un último responso.

En Sangüesa (N), hasta el año 1950, finalizada la misa y cantado el responso, sólo unos pocos hombres, los más allegados al difunto, iban al cementerio acompañados del capellán del ayuntamiento. En los entierros de primera clase, a los que asistía la capilla musical de la parroquia, los cantores se despedían en la esquina de la localidad. A partir de 1950 se modificaron muchas costumbres de los entierros. La caja comenzó a ser trasladada en coche mortuorio de la iglesia al cementerio. Al desaparecer el cargo de capellán durante muchos años no iba el clero al cementerio y el encargado de rezar un padrenuestro en memoria del difunto antes del sepelio, era el enterrador. Desde el año 1964 uno de los sacerdotes de la parroquia va al cementerio en el coche fúnebre. Antes de introducir el cadáver en el nicho, el cura, en traje talar o de paisano según la edad, «echa un responso» y reza por todos los enterrados en el cementerio.

En Donoztiri (BN) tan sólo asistían al sepelio el cura, el chantre, xantrea, un monaguillo, beretterra, y los cuatro vecinos que hacían de porteadores, hilketariak. Estos conducían el ataúd hasta el borde de la sepultura y allí lo dejaban en el suelo. Entonces el cura y el chantre cantaban lo que el ritual disponía para tales casos. A continuación los hilketariak depositaban el ataúd de la tumba familiar o correspondiente a la casa del difunto. La sepultura, abierta de antemano por un cantero, era cerrada después por este mismo. Si la inhumación no se hacía en tumba hueca sino en plena tierra, dos vecinos del difunto abrían la sepultura y los hilketariak la cubrían con tierra después del sepelio[1].

Camino al cementerio, c. 1950. Izurdiaga (N). Fuente: Carmen Jusué, Grupos Etniker Euskalerria.

En Bidegoian (G), a principios de siglo sólo acudían el cura, los monaguillos y los cuatro que portaban el cadáver. Hacia 1940 ya se desplazaban también los familiares, vecinos y personas más allegadas y poco a poco comenzó a asistir todo el que lo desease, si bien nunca ha habido aglomeraciones durante los sepelios.

En Bedia (B) siempre asistía alguno de la familia con el fin de procurar que dicho acto se verificase con decencia y reverencia. Si no podía asistir ninguno se enviaba una representación[2].

En Lemoiz (B) acudían el cura, los familiares, los anderoles, personajes hoy desaparecidos, y un reducido número de amistades.

En Elgoibar (G) asistía poca gente al sepelio. Si el fallecido había vivido en uno de los caseríos del pueblo, una vez finalizado el funeral los anderos cogían de nuevo la caja a hombros y la llevaban al cementerio donde el cura rezaba un responso y se procedía a darle sepultura.

En Monreal (N) acudían al sepelio los presentes en los funerales pero hasta hace unos años eran pocos, ya que no existía tradición de ir a las exequias de no existir una estrecha relación de amistad o parentesco con el difunto. A la salida de la iglesia el cadáver era bendecido e incensado por el párroco, estuviese presente o ausente el cuerpo en las exequias, y se formaba de nuevo el cortejo fúnebre para ir al cementerio. Durante el trayecto se entonaban cantos.

Por último se cita un caso particular recogido en Urdiñarbe (Z). Recuerdan que antes de 1914 se produjeron en esta localidad dos o tres casos de inhumaciones de transeúntes y gitanos que vivían de pedir limosna, bohamia biltzaki. En estos casos no se celebraba misa, solamente una pequeña bendición y nadie asistía al enterramiento. Esto ocurría así porque se les consideraba diferentes de los lugareños y al no ser practicantes no se les llevaba cerilla, ezkua.


 
  1. José Miguel de BARANDIARAN. “Rasgos de la vida popular de Dohozti” in El mundo en la mente popular vasca. Tomo IV. San Sebastián, 1966, pp. 68-69.
  2. AEF, III (1923) p. 17.