Valoraciones actuales

De Atlas Etnográfico de Vasconia
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Aunque su práctica cayó en desuso hace un cuarto de siglo, nuestras encuestas han registrado numerosos testimonios de desafecto hacia estos banquetes o comidas de entierro. Esta repulsa que, al parecer, venía de antiguo se debía al dispendio que tales comidas con muchos comensales suponían para las economías domésticas. Otra de las razones de rechazo que aducen los informantes actuales es el tono inmoderado que adquirían frecuentemente; lo cual contrastaba con el dolor y el duelo de la familia.

En Aoiz (N), todos los encuestados las recuerdan con desagrado especialmente porque los comensales, incluidos los sacerdotes, terminaban jugando a las cartas y «se perdía el respeto del luto».

En Amorebieta-Etxano (B) se guarda memoria de los desmanes que se producían por causa del alcohol; en Zeberio (B) señalan que los comensales estaban más pendientes de las viandas que de la memoria del difunto y que si bien el banquete servía para estrechar los lazos de la familia, era frecuentemente ocasión de discusiones y enfados por causa de la herencia.

En Abadiano (B) y en Artziniega (A) se apunta a los desmanes y los casos de embriaguez como la causa de la supresión de estas comidas.

El contraste entre el carácter funerario del ágape y el alborozo de los comensales aparece irónicamente recogido en las encuestas del País Vasco continental; varias de ellas dan testimonio de que el chantre o el primer vecino se veían obligados a interrumpir las acaloradas conversaciones de los presentes procediendo al rezo de las oraciones con las que se daba fin a la comida.

En algunas encuestas sobre todo del País Vasco continental aflora la convicción de que esta comida suponía un dispendio para la familia que debía soportar además los gastos del entierro y del funeral.

En las localidades alavesas de San Román de San Millán, Apodaca y Ribera Alta, los informantes dan cuenta de que en épocas pasadas la celebración de estos banquetes de entierro suponía una pesada carga para la mayoría de las familias, a cuyos gastos tenían que agregar los ocasionados por las exequias fúnebres.

Estas apreciaciones vienen a confirmar lo que ya, a primeros de siglo, escribía sobre este particular Vicario de la Peña:

«Tal comida, en momentos de tristeza y de desgracia para la familia, parece que es gravosa y desentona, por ello han existido disposiciones eclesiásticas y civiles para acabar con esa costumbre, que, dados los excesos en gastos de comida y bebida, era ruinosa para las familias pobres y producían un contrasentido entre la tristeza y el llanto de la pobre viuda y los hijos huérfanos, con la alegría y la algazara de los asistentes, que se exceden algo en la bebida»[1].

Las comidas ligadas a las exequias perduraron de forma general hasta la década de los años sesenta, época en la que los entierros y funerales tenían lugar por la mañana. En las poblaciones rurales perdura aún la costumbre de ofrecer algunos agasajos de alimentos y bebidas a familiares y allegados que se desplazan de otras localidades, si bien estos obsequios no tienen la significación de antaño.


 
  1. Nicolás VICARIO DE LA PEÑA. El Noble y Leal Valle de Carranza. Bilbao, 1975, pp. 324-325.