Ofrenda de luces. Argi egitea

De Atlas Etnográfico de Vasconia
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Una costumbre muy arraigada en el pueblo vasco y que ha estado vigente hasta la década de los años sesenta -reforma litúrgica a raíz del Concilio Vaticano II- ha sido la ofrenda de luces a los muertos. Durante la celebración de los oficios fúnebres, en otros tiempos, numerosas velas y velillas arrolladas ardían en la sepultura que la casa poseía en la iglesia parroquial y continuaban en ella mucho tiempo después de los funerales.

En principio la tradición ha sido la de mantener encendidas las luces de la sepultura doméstica durante la misa mayor de la parroquia a lo largo del año por tiempo indefinido, si bien eran objeto de una atención especial las sepulturas de las casas que tuvieran muertos recientes. También lo eran con motivo de la celebración de misas u oficios religiosos dedicados a la conmemoración de los difuntos y en las festividades litúrgicas más señaladas.

Aunque lo ordinario era que la sepultura doméstica ocupara el lugar que le correspondiera en el templo, el día de las exequias, a veces, con objeto de resaltar la sepultura de la casa del finado, ésta se disponía detrás del féretro y en ella se colocaban las mujeres de la casa mortuoria.

La activación de la sepultura para la ofrenda de luces adquiría particular relieve cuando se producía un fallecimiento. La sepultura de la casa del difunto y las sepulturas vecinas en aquélla, ofrendaban luces durante las exequias, en las misas de honra, novenarios y aniversarios. Algunas de estas ofrendas eran las que la ofrendera y otras mujeres habían portado en el cortejo fúnebre, a las que se agregaban otras ofrendas antes de iniciarse los oficios religiosos en la iglesia.

Durante la misa de exequias, se llevaba a cabo un ritual consistente en que al tiempo del ofertorio alguna de las mujeres de la sepultura doméstica del difunto, o la andere serora o la sacristana en su nombre, se acercaba hasta las proximidades del altar llevando en la mano la ofrenda para hacerle entrega al sacerdote, y sobre ella o en la otra mano una luz. El sacerdote salía a su encuentro bajando del presbiterio para recibir la ofrenda, dándole de besar la estola o el manípulo, tras lo cual ambos regresaban a sus lugares respectivos.

Mientras durara el periodo de luto que era de un año, dos o incluso tres, la sepultura era objeto de una atención singular y preferente por parte de las mujeres de la casa del difunto. Este largo tiempo de luto en la sepultura, unido al mayor número de los componentes de la familia en tiempos pasados, hacía que la atención de la sepultura fuera considerada como una pesada carga.

En algunas localidades el luto comenzaba con una misa que tenía lugar en una fecha próxima al funeral, denominada argia (lit. luz) y concluía con otra llamada argi-uztea, quitaluz.

Encender luces en la sepultura familiar, sepulturako argiak, se consideraba como una obligación de la casa, etxeko obligazioa zan. Además de la familia ofrendaban luces en períodos de luto los parientes, vecinos y en algunos casos las propias Cofradías. En los testamentos se acostumbraba imponer a los herederos la obligación de ofrendar luces en la sepultura doméstica[1].

Era necesario alumbrar la sepultura y el sentir general ha sido colocar en las sepulturas el mayor número de luces posible. Una informante de Zerain (G) recuerda haber contado hasta cuarenta tablillas de cera en una sepultura de aquella localidad.

En tiempos pasados las cofradías de difuntos tuvieron gran arraigo como puede comprobarse en el capítulo de esta obra que trata específicamente de ellas. En las localidades donde estuvieron implantadas, su participación iba desde velar al moribundo hasta desfilar en la comitiva fúnebre y asistir a las exequias en memoria del compañero fallecido. En las celebraciones funerarias organizadas por los familiares del difunto, así como en las misas que las propias asociaciones ofrecían por los cofrades, fue común el colocar en la sepultura doméstica o en un lugar determinado del templo el hachero de la cofradía y que ésta o sus miembros cooperaran aportando hachas y velas.

En las encuestas de algunas poblaciones se ha recogido de modo expreso esta tradición de las ofrendas de luces, pero en otras muchas localidades también existió la costumbre aunque no se ha consignado específicamente debido a que era una exigencia establecida en los estatutos de la respectiva asociación.

En Amézaga de Zuya (A), la Cofradía disponía de un hachero para colocar sus hachas y normalmente solía situarlo a un lado del altar. En el entierro de un cofrade la asociación tenía la obligación de llevar cuatro hachas que se retiraban de la sepultura finalizadas las exequias.

La Cofradía de la Vera Cruz de Obecuri (Bernedo-A) ha estado poniendo cera a los cofrades en el funeral y novenario de misas, hasta la década de los años ochenta en que se disolvió. Esta cera la colocaban en el templo en un candelero de mayor tamaño que los que ponía la familia y era propiedad de la cofradía.

En San Román de San Millán (A), cuando fallecía un miembro de la cofradía, el mayordomo de ésta a la puerta de la iglesia distribuía velas a los cofrades para que las tuviesen encendidas en la mano durante la misa. Además se colocaba en el templo el hachero de la cofradía.

En la comarca de Bernedo fue habitual pertenecer a la Cofradía de la Virgen de Codés (N). El ermitaño de este santuario acudía el día del funeral con cera para aportar a la sepultura. Actualmente no se practica esta costumbre. En Berganzo (A), las Cofradías contribuían con velas para encenderlas en las sepulturas de sus cofrades. También en Llodio (A) se ha recogido la costumbre de que si fallecía un miembro de la Cofradía, ésta encendía luces por el difunto el día de honra de ánimas.


 
  1. En el testamento otorgado en el año 1829, por los esposos Bernardo Apellaniz y Manuela de Laño, vecinos de Villafría-Bernedo (A) se establece entre otras cláusulas, la siguiente: “... Así mismo mandamos se lleve sobre la sepultura donde yacieren nuestros respectivos cuerpos la cera que produjeren cinco basos de avejas que tenemos entre otros entendiéndose esto hasta tanto que vivieren las enjambres que posehemos en la abegera de Ripela... es nuestra voluntad que por ningún estilo se divida ni entre en partición hasta la muerte de ambos la referida avejera y enjambres que la componen pues nos dejamos mutuamente usufructuarios de él al sobreviviente...”. AHPA. Protocolo nº 7.633. Escribano Matías de Susanaga.