La composición del cortejo fúnebre

De Atlas Etnográfico de Vasconia
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En sentido amplio, el cortejo fúnebre lo componen todos los asistentes a un entierro. En sentido estricto, el cortejo está constituido por los elementos y personas que preceden al cadáver, el féretro portado por los anderos, los integrantes del duelo, los familiares y los vecinos en su caso y las restantes personas que vinculadas al difunto participan en el desfile y ceremonias organizadas con motivo de las exequias fúnebres.

En muchas de las localidades encuestadas se ha constatado que antiguamente las honras fúnebres eran menos concurridas que en la actualidad. El número de asistentes, excluyendo los del entorno del difunto, era mucho más restringido que el de hoy día. Acudían los familiares próximos, los vecinos y pocos más. En algunos lugares se ha recogido que las mujeres más directamente afectadas por su relación con el fallecido, como la viuda y las hijas, no acudían al entierro ni a los funerales. A veces la presencia femenina de personas no familiares tampoco era tan abundante como en la actualidad. Los jóvenes y los niños sólo iban a los entierros de muchachos o niños de su edad, que generalmente no contaban con la presencia de los hombres.

En tiempos más próximos a los actuales, por convenciones sociales y porque los funerales se celebran preferentemente por las tardes, éstos se han convertido en manifestaciones multitudinarias para testimoniar el afecto o estima que siente por el fallecido o su familia la gente que acude a ellos. La concurrencia suele estar condicionada por diversas circunstancias tales como que sea o no joven el fallecido, su consideración popular, el número de componentes de la familia, si la muerte ha tenido o no lugar en circunstancias trágicas, si era persona notoria, etc.

La comitiva, en principio, se formaba en la casa mortuoria desde donde partía a la iglesia, o bien iba primero al cementerio y tras el sepelio a la iglesia. Otras veces, como se ha descrito en el levantamiento del cadáver, una pequeña comitiva compuesta por los familiares y vecinos más próximos se encaminaba hasta un punto convenido de la localidad que podía ser distinto según la barriada de donde procediera. En el citado lugar aguardaban otros componentes de la comitiva y el cabildo eclesiástico. Esta parada era aprovechada por la gente para cambiarse de ropa y calzado. A partir de aquí, el cortejo coa toda solemnidad iniciaba o reemprendía la marcha hasta la parroquia. Había quienes se incorporaban a la comitiva en el camino, sobre todo en las paradas que se realizaban en las encrucijadas o, en el último momento, en el núcleo urbano y a la puerta del templo.

En tiempos pasados, la disposición de la comitiva y el orden que cada elemento debía ocupar en ella eran rígidos, hoy por el contrario, la marcha del cortejo es más heterogénea llegando incluso a veces a ser anárquica. Los vecinos ocupaban en muchas localidades un lugar destacado en la comitiva. En algunas ocasiones la encabezaban con rango preferente al de los familiares, en otras compartían con ellos la presidencia de la comitiva y, circunstancialmente, en lugares donde los consanguíneos no asistían, les sustituían[1]. Era tal la importancia que llegaron a desempeñar en el cortejo que en el pueblo guipuzcoano de Aduna se decía: Leenbizi auzua, gero, progun tokatzen zaiona (primero, el vecino; después a quien le toque en el duelo)[2].

En todo el País Vasco[3] estuvo bastante extendida la distinción de dos grupos en la comitiva fúnebre. Los que iban por “obligación” que eran de la casa del difunto o tenían lazos especiales de unión con ella, y los que iban por “caridad” que no pertenecían a la casa mortuoria pero estaban unidos con sus moradores en otro nivel social, donde el aglutinante era la caridad cristiana.

Antaño fue muy común la existencia de cofradías y asociaciones religiosas con finalidades funerarias o de asistencia post mortem. Los hermanos señalados como tales o los mayordomos acudían al desfile con sus estandartes y lábaros, y los restantes cofrades lo hacían con hachas o velas. En algunas localidades portaban también el ataúd. Los jóvenes y las mujeres solteras estuvieron integrados en congregaciones y asociaciones religiosas que cumplían funciones similares a las cofradías acompañando al féretro en el recorrido que efectuaba el cortejo. Si el difunto había sido personaje notorio, autoridad civil o eclesiástica podía acompañarle en el viaje postrero la banda de música o la corporación municipal.

No se han recogido diferencias dignas de mención entre que el fallecido fuera hombre o mujer. Si se han constatado algunas peculiaridades tratándose de entierros de niños. Fue costumbre generalizada que, al paso de un cortejo fúnebre, la gente se detuviera, on ne croise pas un morí, y que se santiguara, aitaren egin, o rezara una oración. Los hombres se descubrían, gapelua kentzen zuten.

Los vecinos han jugado, y en parte siguen desempeñando, un papel más descollante en las zonas rurales que en las urbanas, en todos los aspectos relacionados tanto con los propios actos fúnebres como por la ayuda que prestan a la familia afectada para aliviar la situación creada por la pérdida del fallecido.

En lo referente a la indumentaria, el luto exigido a los integrantes del duelo, extensible a menudo a la mayor parte de los asistentes a los actos fúnebres, fue antiguamente riguroso. El paso del tiempo ha ido mitigando esta exigencia y hoy día se ha resquebrajado aquel sentimiento tan extendido de identificar el dolor también con la apariencia externa.

Hay localidades donde ha existido la costumbre, que se mantiene vigente, de despedir el féretro en el limes del pueblo, cuando tras la ceremonia religiosa de cuerpo presente lo llevan a enterrar al cementerio. En un punto determinado, que en muchos casos corresponde a lo que fue el límite primigenio de la localidad, se realiza una parada para despedir y dar el último adiós al difunto, después de rezar algunas oraciones. El cadáver, seguido de unas pocas personas, es llevado al cementerio y el resto de asistentes regresa al pueblo.

Es evidente que en tiempos pasados era la luz en forma de candelas, velas y hachas un elemento esencial tanto en el levantamiento del cadáver, en el cortejo como en las exequias fúnebres. A partir de los años sesenta y setenta se ha introducido y generalizado el uso de los ramos y las coronas de flores. Aun cuando éstas, excepcionalmente, han gozado de cierta tradición en algunas localidades, el llevar flores naturales en el cortejo fúnebre es relativamente reciente. Antes, sobre todo entre familias pudientes, se recurría al alquiler de coronas hechas con flores artificiales.

Al haber desaparecido las distintas clases de funerales, muchos de los elementos que integraban el cortejo fueron también eliminándose y suprimiéndose las diferencias. Otras causas, entre las que podemos destacar la introducción del coche fúnebre y la utilización de vehículos por parte de los acompañantes, el arreglo de los caminos y el hecho de que mucha gente muera fuera de casa, han venido a poner fin a la vida del cortejo, tal como éste se entendía tradicionalmente. No obstante, se conservan algunos elementos residuales y simbólicos del mismo como son el desfile desde la puerta de la iglesia al interior del templo al inicio y a la finalización del funeral y el acompañamiento al cementerio.

En algunas localidades, si la persona fallece en casa y no en un centro hospitalario, pervive el tradicional desfile del cortejo, aunque sin el antiguo boato. Todavía hoy día hemos podido constatar que hay lugares donde el féretro se sigue trasladando a hombros y el cortejo se desplaza a pie desde la casa del difunto hasta la iglesia y de ésta al cementerio.

José Miguel de Barandiaran, en los años sesenta, hacía la siguiente descripción prototípica de la marcha de la comitiva fúnebre desde la casa mortuoria hasta el templo parroquial, en un entierro ordinario de una localidad vasca del País Vasco norpirenaico[4]. El desfile a la iglesia se hacía siguiendo el camino, hilbidea, que, según la tradición, debía unir la casa con la iglesia y el cementerio. El orden de traslado de sus componentes era: 1. La cruz parroquial portada por el primer vecino. 2. Los portadores de coronas, si las hubiere. 3. El cura. 4. El xantre o cantor. 5. El ataúd (con los pies del cadáver delante) conducido a mano (si el camino es largo, a hombros) por cuatro portadores, denominados hilketariak, vecinos de la casa mortuoria. 6. Los parientes varones más allegados. 7. Los demás parientes. 8. Los vecinos y amigos. 9. Las mujeres ordenadas de modo análogo al de los hombres conforme al grado de parentesco.

Todos los asistentes vestían sus mejores ropas. Antiguamente, los hombres amplias capas negras, hoy no. Las mujeres cubiertas con una especie de mantilla negra denominada mantaleta y las parientes, además, tapándose la cara con una gasa negra que cuelga de la cabeza. Durante el recorrido, que se hace pausadamente, el sacerdote y el xantre cantan lo preceptuado por el libro del ritual para estos casos.


 
  1. Bonifacio de ECHEGARAY. “La vecindad. Relaciones que engendra en el País Vasco” in RIEV, XXIII (1932) p. 26.
  2. AEF, III (1923) p. 74.
  3. José Miguel de BARANDIARAN. Estelas funerarias del País Vasco. San Sebastián, 1970, p. 35.
  4. José Miguel de BARANDIARAN. “Rasgos de la vida popular de Dohozti” in El mundo en la mente popular vasca. Tomo IV. San Sebastián, 1966, p. 67.