Batallas a pedradas. Harri-burrukak
De siempre, padres y maestros han tratado de inculcar a los chicos la peligrosidad de arrojarse piedras entre ellos. Sentencias tan conocidas como la que dice que «Las piedras no tienen ojos» o ésta procedente de Salvatierra (A): «Piedra suelta no tiene vuelta», les advertían del riesgo que suponía ejercitarse en este tipo de peleas.
Aún así tales luchas han sido relativamente frecuentes entre los chicos, si bien con más frecuencia en tiempos pasados. Las consecuencias eran a veces bastante desagradables: chichones, contusiones y heridas resultaban habituales.
En Zerain (G) estas peleas con piedras se denominaban «Arri-burrukak». Los niños se dividían en dos bandos por medio de alguna de las fórmulas al uso y cada participante recogía cinco piedras. Una vez aprovisionados todos, los componentes de ambos grupos se escondían. Se vigilaban estrechamente y en cuanto aparecía la cabeza de un contrario le arrojaban una piedra. Al acabarse éstas terminaba el juego y si aún no era hora de regresar a casa lo reanudaban partiendo de un determinado número de piedras. A veces el juego concluía bruscamente cuando uno de los niños resultaba herido. Los demás le acompañaban entonces hasta las cercanías de su casa para dejarlo entrar solo, desapareciendo ellos rápidamente. Este juego de chicos, que carece de estacionalidad, se sigue practicando en la actualidad.
En San Martín de Unx (N) jugaban a pedradas entre los «castillejos», esto es, los chavales de lo alto del pueblo, y «los de abajo», quienes para provocar a los primeros les gritaban: «¡Los del barrio de abajo matamos un burro, y los del barrio de arriba se lo comieron crudo!». Estos enfrentamientos fueron constantes a lo largo de generaciones. Los niños nacidos en torno a los años sesenta se cruzaban pedradas entre las cuadrillas de cada cabaña (una especie de choza rudimentaria), pues los de un bando trataban de hundírsela a los de otro. Así sucedía entre los de la Chantrea (barrio bajo del pueblo) y los del Castillo (zona alta).