Versiones de Carranza, Bernedo, Laguardia, Pipaón, Salvatierra, Pamplona y Abadiano

De Atlas Etnográfico de Vasconia
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Las siguientes versiones se caracterizan porque cumplen estas tres fases:

1. El lanzador arroja la pieza corta a lo lejos desde un punto determinado.
2. Un miembro del equipo contrario trata de atraparla al vuelo; si no lo consigue la recoge del suelo y la lanza hacia el punto de partida tratando de atinar al mismo. Si tiene fortuna y acierta, o si ha sido capaz de capturarla según se le acercaba por el aire, ambos equipos intercambian sus papeles.
3. Si falla, el lanzador del principio la golpea nuevamente en tres ocasiones para alejarla a la mayor distancia posible, la cual se mide a continuación.

En Carranza (B) se practicaba en los caminos, durante el otoño. Se trazaba un círculo en el suelo colocando la tingla en el centro (ver dibujo). Los participantes se repartían en dos equipos, uno de los cuales se quedaba junto al círculo para iniciar el juego, mientras que el otro se alejaba. Los niños del equipo que jugaba lanzaban la tingla por turno. El primero en hacerlo la ponía en medio del círculo y antes de golpearla gritaba: «Tingla». Los que permanecían distanciados contestaban: «Venga, que no se detenga». Entonces, con la ayuda del palo, golpeaba la tingla en uno de los extremos rebajados y al saltar al aire le volvía a atizar para arrojarla lo más lejos posible. Si fallaba tenía otras dos oportunidades.

Elementos del juego de la tingla. Carranza (B). Fuente: Luis Manuel Peña, Grupos Etniker Euskalerria.

Tras lanzar la tingla depositaba el palo en el centro del círculo. Uno de los niños contrarios iba hasta donde había caído, la recogía y la lanzaba hacia el círculo tratando de acertar a dicho palo. Era difícil que lo lograse, pero si lo conseguía eliminaba a todo el equipo y era el suyo el que pasaba a jugar. De no ser así, el que había jugado primero trataba de alejar de nuevo la tingla. Tenía para ello tres oportunidades. Si la tingla había caído sobre suelo duro, para golpearla repetía los mismos movimientos efectuados con anterioridad dentro del círculo; si estaba sobre barro, introducía el palo por debajo de la misma, pero sin moverla, y luego la elevaba y le sacudía.

Tras el tercer lanzamiento, este jugador se reunía con sus contrarios e iniciaba un diálogo para determinar la distancia a la que había quedado del círculo. Estos últimos le preguntaban cuántas tinglas pedía (es decir, qué número de tinglas dispuestas una tras otra estimaba que había hasta el centro del círculo). El del palo decía un número y si a éstos les parecía bien se lo «daban». Esos eran precisamente los tantos que conseguía el equipo que primero había jugado. Si los contrarios opinaban que no había tal número entonces las dos partes procedían a la comprobación. Para ello utilizaban el palo, cuya longitud era un número exacto de tinglas. La medición solía ser reñida y en ocasiones la repetían varias veces hasta llegar a un acuerdo.

Si por ejemplo el niño había pedido 150 tinglas y salían 140, todo su equipo perdía y pasaba a relevarlo el otro. Si por el contrario salían 160, el primer grupo ganaba las 150 tinglas y seguía jugando, para lo cual el segundo chico en el turno repetía el mismo proceso. Si todos los miembros de un grupo participaban sin perder, volvían a empezar de nuevo.

A la hora de hacer las mediciones, se denominaba tingla a la longitud de esta pieza, media a la de su mitad y punta a la del extremo rebajado. La tingla se desbarbaba a consecuencia de los golpes, es decir, le salían pequeñas astillas. Las comprobaciones eran tan disputadas que a veces se decidía un juego por una sola barba, o lo que es lo mismo, por la longitud de una de estas astillas.

El juego hasta aquí descrito se ha recogido en el barrio carranzano de Paules. En otro barrio, Ahedo, se le conocía como «La tínguila» y presentaba ligeras variantes que se describen a continuación.

En este caso no se trazaba un círculo para jugar sino que se hacía un puente (ver dibujo), consistente en un palo apoyado sobre dos piedras dispuestas en el suelo y separadas una cierta distancia. Los instrumentos de juego tenían además denominaciones ligeramente distintas.

Para jugar a la tínguila. Carranza (B). Fuente: Luis Manuel Peña, Grupos Etniker Euskalerria.

El que lanzaba primero se colocaba al lado del puente con la tínguila en una mano y la paleta en la otra. Arrojaba la tínguila al aire y la golpeaba con la paleta. Si fallaba tenía otras dos oportunidades para conseguirlo.

Cuando la tínguila caía al suelo, uno de los contrarios la recogía y la lanzaba tratando de pasarla por debajo del puente. Si lo conseguía o al menos golpeaba el puente, o si quedaba a una distancia de éste menor de una paleta, entonces el primer equipo perdía y pasaba a jugar el otro.

Si no ocurría así, el juego continuaba del mismo modo que se describió antes. El niño que había golpeado el primero la tínguila trataba de alejarla de nuevo cuanto pudiera, teniendo para ello tres oportunidades. Después realizaban las mediciones. Jugaban sumando tínguilas, al que más obtuviese.

En Bernedo (A) lo practicaban tanto niños como mayores por Cuaresma, porque durante este periodo de tiempo se suspendía el baile y otras diversiones similares y eran sustituidas por este juego. Se formaban dos equipos con igual número de componentes y jugaban en la plaza, en alguna era o en la carretera. Se solía apostar algo, como higos pasos u otra cosa similar.

Tras rifar qué equipo era el encargado de lanzar el pilocho, sus componentes se colocaban junto a dos piedras que servían para formar un puente una vez se les colocaba encima la manilla. Desde allí, uno a uno, iban lanzando el pilocho al aire y, pegándole con la manilla, lo arrojaban hacia la zona donde se hallaban los componentes del equipo contrario. Estos lo aguardaban con las blusas o las sayas preparadas para atraparlo según les llegaba en el aire y así eliminaban al que había realizado el lanzamiento. Si no lo conseguían, desde donde había caído lo tiraban en dirección al puente de forma que si lo colaban bajo éste o simplemente lo golpeaban, eliminaban al primer lanzador haciendo que pasara a jugar el siguiente miembro del equipo. Pero si fallaban esta segunda oportunidad, el que había lanzado el pilocho al principio ejecutaba un nuevo lance conocido como el pido. Para ello colocaba esta pieza sobre una de las piedras del puente dejando sobresalir un extremo sobre el que golpeaba con la manilla tratando de alejarla la mayor distancia posible. Se aproximaba a donde había caído y con la manilla le volvía a golpear en una de sus puntas y una vez en el aire le atizaba para volverlo a alejar. Esto se hacía tres veces.

Los componentes del equipo contrario preguntaban entonces al lanzador a ver cuántas manillas de separación mediaban entre el puente y el punto donde había quedado el pilocho. Si éste respondía con un número mayor que el real quedaba eliminado. Si acertaba o pedía una cantidad inferior, se le anotaba el número de manillas pedido y no el real. Si no era eliminado volvía a repetir jugada, pero si perdía le sustituía otro miembro de su equipo y así hasta ser descartados todos, en cuyo caso los equipos intercambiaban sus papeles y seguían jugando.

Golpeando el filocho. Laguardia (A), 1986. Fuente: Archivo particular Gerardo López de Guereñu.

En Laguardia (A) se jugaba habitualmente por Cuaresma. Tomaban parte principalmente niñas. El desarrollo del juego era el siguiente: Se formaban dos equipos de tres, cinco o más participantes. Uno de ellos se situaba al lado de dos piedras sobre las que se colocaba un palo. El equipo adversario a unos ocho o diez metros de ellas. A los gritos de «¿tiro?», «¡tira!», la primera jugadora del equipo que se hallaba junto a las piedras lanzaba el filocho y las contrarias intentaban atraparlo al vuelo. En caso de conseguirlo, la lanzadora quedaba eliminada y cedía su puesto a la segunda.

Si caía al suelo, una niña del equipo contrincante lo recogía y tras dar tres zancadas de aproximación a las piedras lo lanzaba contra las mismas o tratando de hacerlo pasar por debajo del palo que se apoyaba en ellas. Si lo conseguía, la primera en haberlo lanzado quedaba eliminada. Si no ocurría nada de esto, la lanzadora volvía a golpearlo en uno de sus extremos afilados con el palo más largo para elevarlo en el aire, poder atizarle de nuevo y alejarlo lo más posible de las piedras. El filocho era golpeado hasta tres veces.

Repeliendo el ataque. Laguardia (A), 1986. Fuente: Archivo particular Gerardo López de Guereñu.

Si una niña conseguía puntos para su equipo en su jugada, seguía lanzando el filocho y así iba liberando a sus compañeras eliminadas que nuevamente podían volver a lanzar. Ganaba el equipo que más puntos acumulase.

Cuando todos los componentes de un equipo hubieran efectuado el lanzamiento, el equipo adversario se situaba junto a las piedras y el primero pasaba a recoger.

Si en el momento de lanzar el filocho se fallaba el lanzamiento y caía al suelo sin ser golpeado, el equipo contrario obtenía una vana. La jugadora quedaba eliminada cuando acumulaba tres. La vana consistía en que la adversaria colocase el filocho sobre su pie y lo lanzase hacia las piedras tratando de aproximarlo lo más posible.

En Pipaón (A) es ya un juego olvidado. Tomaban parte en él cuantos quisieran pero siempre repartidos en dos equipos con idéntico número de componentes. Con palos, o pintado en la pared, formaban un cuadrado semejante a una portería. Para determinar qué bando iniciaba la partida, tiraba el pilocho un jugador de cada equipo y comenzaba aquél cuyo componente lo arrojase más lejos.

El primero en jugar tomaba con una mano la manilla y con otra el pilocho y lo golpeaba para que saliese disparado. Si los miembros del equipo contrario conseguían atraparlo con las manos o con alguna prenda pasaba a lanzar otro tirador. Si caía al suelo, uno de estos jugadores lanzaba el pilocho hacia la portería. Si entraba, se tenía que retirar el primer lanzador. Si no acertaba y quedaba fuera, el tirador que lo había lanzado en primer lugar podía darle tres envites o golpes con la manilla en la punta más levantada, alejándolo lo más posible.

A continuación se procedía a medir con la manilla la distancia que separaba la portería del lugar donde había caído el pilocho. El equipo que alcanzase la cantidad estipulada con anterioridad al inicio del juego, ganaba.

En Salvatierra (A) jugaban por separado niños y niñas. Se practicaba al final del invierno y durante la Cuaresma en las plazas y lugares espaciosos. Llamaban calderón al lugar donde se golpeaba al gambocho, bien un árbol, una determinada piedra o un cuadro marcado en una pared.

Se echa a suertes qué bando inicia el juego. Un miembro del equipo que abre la partida se sitúa junto al calderón. Mantiene bien agarrado el garrote con una mano y con la otra el gambocho. Lo echa al aire y antes de que caiga al suelo lo golpea intentando lanzarlo a la mayor distancia posible y a donde no consigan atraparlo los contrarios, pues éstos tratan de recogerlo antes de que toque tierra empleando para ello la chaqueta o la blusa.

Un componente de este equipo lo recoge y lanzándolo, casi siempre a boleo, trata de atinar al calderón. Si lo consigue gana y se produce el cambio de bando para el saque. Pero si no lo logra porque el que tiene el garrote golpea al gambocho en el aire o bien porque yerra, prosigue el juego. A donde ha caído se dirige el lanzador y allí, en el suelo, lo golpea en cualquiera de sus puntas para alejarlo lo más posible del calderón. Tiene para ello tres oportunidades o las acordadas.

A continuación se procede a la medición. Se cuentan tres largos con el garrote y se considera como uno, diciendo: «Un, dos, tres para uno» y así sucesivamente hasta el calderón. Después se vuelve a sacar. El bando que consigue sumar el número de tantos acordado es el vencedor.

Serafín Argaiz Santelices[1] detalla una versión de «El irulario» similar a las anteriores. De ella cuenta que intervienen dos participantes de tal modo que uno se sitúa en el interior de un círculo trazado con el palo y cuyo radio es igual a la longitud del brazo de quien lo traza más la del palo. El otro jugador es nómada y se coloca de acuerdo con las incidencias del juego. El primero lanza fuertemente una pequeña pieza de madera aguzada en sus extremos para ser recogida por el contrincante, quien trata de echarla al interior del círculo. Cuando esto sucede, se permutan los puestos. Mientras no se logre, se repite el lanzamiento con una modalidad nueva cual es la de elevarlo golpeando uno de los extremos afilados para que brinque y atizarle en el aire un buen golpe. Esta operación se repite tres veces, y por ello el nombre euskérico, irulario, del juego.


Le batonet. Grabado de J. Stella, s. XVII. Fuente: Stella, Jacques. Juegos y Pasatiempos de la Infancia. Grabados de Claudine Bouzonnet Stella. Palma de Mallorca, José J. de Olañeta, Editor, 1989.

José Joaquín de Arazuri[2] recoge una versión más de este entretenimiento conocido en Pamplona (N) también como «El irulario». Señala que era el rey de los juegos de la calle y supone que adquirió supremacía sobre los otros por tratarse de una modalidad que, a través de los años, fue prohibida por el riesgo para los peatones. Esto indudablemente estimulaba a los mocetes a practicarlo, ya que al placer del juego se añadía el del riesgo de caer en manos del ja, como se llamaba al guardia municipal.

El juego lo practicaban entre dos, aunque en ocasiones eran varios los que tomaban parte indirectamente ayudando al que la paraba y esperando turno para intervenir en el juego.

Se hacía un círculo grande sobre el suelo, aproximadamente de unos dos o tres metros de diámetro: era el chulo. El jugador que por sorteo previo hubiera ganado, tomaba en sus manos un palo de unos 50 a 55 cm. de longitud o una tabla de parecidas proporciones, a la que se le desbastaba un trozo en uno de sus extremos a fin de que sirviera de asidero. Con la otra mano tiraba al aire el irulario para golpearlo con fuerza y lanzarlo lo más lejos que pudiera. El otro jugador que intervenía, es decir el que la paraba, corría tras el irulario. Esta acción se denominaba «mandarlo a cagar».

El irulario era un palito de unos 10 cm. de longitud al que previamente se le hacían dos puntas. Los mejores irularios se fabricaban con palos de escoba, aunque eran los más difíciles de cortar y costaba mucho aguzar sus extremos.

Cuando el jugador que «había ido a cagar» tras el irulario llegaba donde estaba éste, lo cogía y lo lanzaba hacia el chulo procurando meterlo dentro de él, cosa que impedía el otro jugador con su tabla o palo. Si por una casualidad el irulario entraba en el chulo, el jugador que lo había lanzado, cogía el palo y «mandaba a cagar» al otro jugador o al que estuviese aguardando a jugar. En el caso de que el irulario no hubiese entrado en el chulo, que era lo corriente, el jugador que estaba defendiendo el chulo se aproximaba al irulario y lo golpeaba en una de sus puntas para hacerlo saltar, aprovechando este momento para arrearle un palazo que lo mandase lo más lejos posible. Esta operación se repetía tres veces. Podía suceder, y muchas veces ocurría, que en vez de darle al irulario le pegara al suelo: esto era una vana. Entonces se contaba: una y una vana; dos y una vana o dos y dos vanas. Si se hacían tres vanas perdía el del palo y se cambiaban de posición o entraba otro jugador. También se cambiaban los jugadores cuando al que «lo mandaban a paseo» tenía la suerte de coger el irulario al aire. En el caso de que el jugador de la paleta o palo hubiese cometido una o dos vanas, el que corría tras el irulario, después de lanzarlo hacia el chulo, se cobraba la vana o vanas, colocándose el irulario sobre el empeine del pie y lanzándolo hacia el chulo tantas veces como vanas tuviera que cobrarse.

Cuando jugaban varios, los que estaban esperando turno podían ayudar al que la paraba colocándose detrás del que tuviera el palo e intentando coger el irulario al aire cuando era lanzado hacia el chulo. Si lo conseguían, rápidamente y antes de que el del palo se aprestase a defender el chulo, lo lanzaban hacia el círculo procurando meterlo dentro. Si lo conseguían, corría el turno parándola el que tenía el palo.

J.M. Iribarren también describe una versión del juego del irulario en Pamplona (N): «En él toman parte dos jugadores. Uno de ellos marca un círculo en tierra y con una tablilla en forma de pala golpea y arroja lo más lejos posible un palito corto y aguzado en sus cabos. Desde el mismo lugar donde cayó el palito, el jugador contrario lo lanza (a pedrada) procurando meterlo en el círculo (lo que trata de impedir el primero con su paleta). Si logra que el palito penetre en el redondel, los jugadores cambian de puesto. Y si no lo consigue, el de la paleta golpea con ésta el palito en una de sus puntas y en el aire le da un golpe, lanzándolo de nuevo lo más lejos posible. Esta operación puede realizarla tres veces solamente (iru en vascuence significa tres) y desde donde caiga el palito, el jugador segundo vuelve a lanzarlo hacia el círculo. Si durante cualquiera de los lanzamientos del primer jugador (del que blande la paleta) consigue su adversario coger el palito en el aire, gana la partida y cambia de puesto»[3].

En Abadiano (B) jugaban a una modalidad que recuerda a las anteriores aunque presentaba algunas peculiaridades. Se perdió hace unos veinticinco años y se practicaba por primavera, sobre todo los domingos por la tarde durante la Cuaresma, ya que no había otra diversión. Jugaban tanto chicos como chicas, pero por separado, aunque alguna vez lo hacían juntos.

Se trazaba en el suelo un círculo de unos dos metros de diámetro que llamaban petoa y en su interior se colocaba una piedra de unos 20 ó 30 cm. de altura. Se formaban dos grupos, cada uno compuesto por tres, cuatro o cinco miembros.

En primer lugar se decidía «Anketara», a pies, el grupo que iniciaba el juego. Un jugador de este equipo se situaba dentro del peto y los del otro alejados de él, con la chaqueta puesta de atrás para adelante a modo de delantal. El del círculo cogía la txirikila con la mano y la golpeaba con el palo más largo tratando de alejarla lo más posible. Si no conseguía atinarle o sacarla del corro, probaban suerte por turno los otros componentes de su equipo. Si fallaban todos pasaban a jugar los contrincantes.

Una vez alejada la txirikila los otros jugadores intentaban hacerse con ella tratando de atraparla con la chaqueta. Si alguno lo conseguía, el que la había arrojado quedaba fuera del juego y debía pasar a lanzar otro de su equipo. Si no conseguían recogerla en el aire y caía al suelo, la tomaba alguno y la lanzaba con la mano con la intención de introducirla en el círculo. Si lograba su propósito, el jugador que la había tirado al principio debía dejar su puesto al siguiente de su propio equipo.

Una vez superada esta fase comenzaba la segunda. En primer lugar se establecía a qué número de «palos» se iba a jugar, por lo general a doscientos o quinientos. El lanzador colocaba entonces la txirikila sobre la piedra situada en el círculo e intentaba lanzarla lejos golpeándola con el palo. Si alguno del equipo contrario la atrapaba al vuelo debía volver a tirarla el siguiente en el turno de su propio grupo. Si caía al suelo podía volver a golpearla en el mismo sitio como máximo en tres ocasiones, tratando de enviarla a la mayor distancia posible. Si al tratar de golpear la txirikila con el palo se fallaba, se decía que se había hecho oiñetza, falta. Al final uno de los contrincantes se acercaba a la txirikila y tras ponerla sobre el pie la lanzaba hacia el peto. Repetía esta operación tantas veces como fallos hubiese cometido el lanzador.

Una vez cumplidas estas operaciones el último lanzador de la txirikila indicaba a sus contrincantes cuántos palos creía que distaba la misma del círculo. Si a éstos les parecía bien, le concedían los indicados y reiniciaban el juego; si por el contrario les parecía una cantidad excesiva le obligaban a comprobarla y si el resultado era menor, perdía el equipo de los lanzadores. El juego proseguía hasta alcanzar la cantidad concertada al principio.


 
  1. Serafin ARGAIZ SANTELICES. “Los juegos infantiles en Navarra” in Vida Vasca, XXXIII (1956) pp. 161-163.
  2. José Joaquín ARAZURI. Pamplona estrena siglo. Pamplona, 1980, pp. 17-19.
  3. Jose M.ª IRIBARREN. Vocabulario Navarro. Pamplona, 1984, pp. 297-298.