Diferencia entre revisiones de «Creacion y mantenimiento de prados»
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El trabajo conocido en Carranza como “hacer a ''prao''”, es decir, la conversión del monte bajo en prados, entendido monte bajo como el terreno inculto ubicado en la periferia de los barrios, más allá de las tierras de cultivo y de las ''campas ''para hierba, fue un proceso continuo a lo largo de todo el siglo XX íntimamente ligado a la expansión de la ganadería de vacuno de leche. Sin embargo experimentó un notable incremento en la segunda mitad del siglo pasado debido a la conjunción de varias causas que a finales de los años setenta llevaron incluso al cerramiento y roturación de amplias zonas de comunales altos. Todo esto supuso una transformación notable del entorno con la generalización de las praderas, que durante mucho tiempo permanecieron separadas unas de otras por setos vivos, lo que generó un paisaje en mosaico. | El trabajo conocido en Carranza como “hacer a ''prao''”, es decir, la conversión del monte bajo en prados, entendido monte bajo como el terreno inculto ubicado en la periferia de los barrios, más allá de las tierras de cultivo y de las ''campas ''para hierba, fue un proceso continuo a lo largo de todo el siglo XX íntimamente ligado a la expansión de la ganadería de vacuno de leche. Sin embargo experimentó un notable incremento en la segunda mitad del siglo pasado debido a la conjunción de varias causas que a finales de los años setenta llevaron incluso al cerramiento y roturación de amplias zonas de comunales altos. Todo esto supuso una transformación notable del entorno con la generalización de las praderas, que durante mucho tiempo permanecieron separadas unas de otras por setos vivos, lo que generó un paisaje en mosaico. | ||
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En lo que podríamos llamar etapas iniciales, la ganadería se hallaba estrechamente unida a la agricultura y en cierto modo al monte bajo, ya que este aportaba helecho, hoja seca y roza con la que se acondicionaban las camas del ganado. De la mezcla de estos elementos y el estiércol se obtenía la ''basura ''o abono con el que fertilizar ''piezas ''y prados, parte de cuyos productos revertían en la alimentación del ganado. | En lo que podríamos llamar etapas iniciales, la ganadería se hallaba estrechamente unida a la agricultura y en cierto modo al monte bajo, ya que este aportaba helecho, hoja seca y roza con la que se acondicionaban las camas del ganado. De la mezcla de estos elementos y el estiércol se obtenía la ''basura ''o abono con el que fertilizar ''piezas ''y prados, parte de cuyos productos revertían en la alimentación del ganado. |
Revisión actual del 14:01 19 nov 2019
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En las localidades encuestadas con influencia de clima atlántico se registran frecuentes precipitaciones que favorecen el crecimiento de la hierba de los prados; sin embargo, los mismos no han surgido espontáneamente, sino fruto de la actividad humana por crearlos y conservarlos. En este territorio la vegetación potencial está formada siempre por diferentes tipos de bosques, es decir, si no hubiese actividad humana todo el territorio estaría cubierto por arbolado. Solo en las zonas más altas de los montes, donde tradicionalmente se ha llevado a cabo el pastoreo en período estival, el crecimiento de los árboles puede verse comprometido.
Cierre, roturación y cultivo
Incluimos como ejemplo el proceso que se llevaba a cabo en el Valle de Carranza (B):
El trabajo conocido en Carranza como “hacer a prao”, es decir, la conversión del monte bajo en prados, entendido monte bajo como el terreno inculto ubicado en la periferia de los barrios, más allá de las tierras de cultivo y de las campas para hierba, fue un proceso continuo a lo largo de todo el siglo XX íntimamente ligado a la expansión de la ganadería de vacuno de leche. Sin embargo experimentó un notable incremento en la segunda mitad del siglo pasado debido a la conjunción de varias causas que a finales de los años setenta llevaron incluso al cerramiento y roturación de amplias zonas de comunales altos. Todo esto supuso una transformación notable del entorno con la generalización de las praderas, que durante mucho tiempo permanecieron separadas unas de otras por setos vivos, lo que generó un paisaje en mosaico.
En lo que podríamos llamar etapas iniciales, la ganadería se hallaba estrechamente unida a la agricultura y en cierto modo al monte bajo, ya que este aportaba helecho, hoja seca y roza con la que se acondicionaban las camas del ganado. De la mezcla de estos elementos y el estiércol se obtenía la basura o abono con el que fertilizar piezas y prados, parte de cuyos productos revertían en la alimentación del ganado.
Pero en esta etapa las vacas eran un componente más de la compleja red de tipos de ganado, variedades de cultivos y aprovechamientos diversos del monte, que permitían la supervivencia de las familias labradoras. Entonces, el comunal libre suponía un recurso de primer orden, ya que en él pastaban (y en el otoño aprovechaban frutos como avellanas y nueces silvestres, bellotas, inces –frutos de las encinas–, hayucos y castañas) no solo ovejas, cabras, yeguas y cerdos, sino también las vacas, y no únicamente las monchinas o bravas, sino también las de casa una vez concluido su período de producción lechera.
Algunos de los informantes consultados, nacidos en la segunda y tercera décadas del pasado siglo, aún guardan recuerdo de esta forma de ganadería. Uno de ellos, aun no conociéndola directamente, escuchó en su casa a sus mayores que así se criaban las vacas en sus tiempos; sus abuelos, por ejemplo, tenían dos o tres vacas, una novilla y la pareja de bueyes, y había temporadas que las echaban a pastar a los campizos ubicados en el monte bajo, en terrenos que posteriormente cerraron los vecinos para convertirlos en prados. El otro, en su niñez en el pueblo de Pando, conoció soltar las vacas de leche para que pastasen en el comunal libre cercano al pueblo. Estas vacas rendían una producción escasa, de seis a ocho litros, que además de su consumo directo servía para hacer algo de queso y de mantequilla.
A pesar de ello, el tipo de ganadería que ellos vivieron en su juventud ya estaba constituido por unas pocas vacas de leche que se tenían amarradas al pesebre la mayor parte del año y para las que había que segar a diario hierba verde, el verde, como principal fuente de alimentación para que proporcionasen leche. Se tenían en régimen de estabulación porque de este modo se aprovechaba mejor la hierba, claro que eso suponía más trabajo como se verá en un apartado posterior.
Rendían una pequeña cantidad de leche que se vendía. Cada mañana, bien temprano, había que bajarla a la estación de tren, donde pasaba el provincial, que venía de Santander y la trasladaba a Bilbao. En principio la poca leche se bajaba caminando en un par de recipientes cargándolos al hombro con la ayuda del palo de las cacharras, un antiguo recurso que utilizaron los pastores para bajar a diario la leche de las ovejas del monte a casa. Después se pasó a utilizar el burro con las cestas, más tarde comenzó a ocuparse de la labor un vecino, que con un carro y un burro recogía las cacharras de todos los demás y las transportaba al tren; posteriormente se utilizaron tractores para el acarreo y por último camiones. Todas estas transformaciones fueron acompañadas de un continuo incremento de la cantidad de leche vendida gracias a un aumento del número de animales, lo que llevó aparejado una necesidad mayor de prados para obtener hierba suficiente.
El número de vacas, si bien reducido aún, venía condicionado en buena medida por la ubicación del barrio. Si este era bajo, es decir, alejado de los comunales altos, solía contar con pocos animales, ya que no quedaba mucha tierra disponible al ser mayor la presión ejercida sobre la misma. Los pueblos altos contaban en cambio con mejores posibilidades de expansión, lo que les permitía sustentar cabañas mayores.
Como ya se ha indicado, este incremento en la ganadería, que supuso una importante especialización, solo fue posible gracias al incremento en la superficie de pastos, lo que acarreó la transformación de las tierras incultas en praderas.
Un autor local, Manuel López Gil, constata estos cambios:
“Cuando no había máquinas excavadoras que ahorran muchos brazos, los hijos del Valle, día tras día y a boca de azada fueron convirtiendo en verdes praderas nada menos que 3200 hectáreas de monte común cedidas a canon por el Ayuntamiento, y otras 3000 de propiedad particular”[1].
Bien se tratase de terreno de propiedad o comunal el proceso de transformación consistía básicamente en eliminar la vegetación espontánea y sembrar semilla de gramíneas a fin de obtener una pradera.
Cuando el terreno era comunal, el primer paso consistía en cerrarlo, tanto si se trataba de una roturación arbitraria como si era una concesión municipal, previa visita de la comisión de agricultura para asegurarse de que no se cerrasen ni caminos ni manantiales de uso público. Una vez establecidos los límites del terreno a cercar, dado que en tiempos pasados era difícil adquirir alambre de espino, los sistemas tradicionales para hacerlo consistían en levantar paredes y en abrir cárcavas, y a veces en la combinación de ambas.
La cárcava era un sistema de cierre que consistía en cavar una zanja de un metro de anchura y buena profundidad, de tal modo que la tierra que se extraía se amontonase a un lado de la misma para que quedase como un muro. A veces se levantaba una pared a una cara, la expuesta a la zanja, para así contener mejor la tierra que se amontonaba. La zanja se abría siguiendo el límite del terreno a cerrar pero siempre por el interior del perímetro, es decir, el metro de anchura del canal más la correspondiente al muro de tierra se ubicaban dentro del terreno solicitado.
Los terrenos que se cerraban solían estar en pendiente, algo habitual por la orografía del Valle. Por lo regular se abrían cárcavas en los laterales del terreno y en la hondera pero casi nunca en la cabecera. Las razones eran que en las partes altas solía haber menor profundidad de tierra y sobre todo porque si se abría una zanja aquí siguiendo más o menos la curva de nivel se impedía que el agua de escorrentía entrase al prado, ya que al caer en el canal se desviaba hacia los lados y después bajaba hasta la hondera siguiendo las cárcavas laterales. La consecuencia era que la parte alta del prado se secaba demasiado disminuyendo la producción de hierba. Para obviar esta limitación se levantaba una pared; como se armaba a dos caras pero sin emplear argamasa, el agua la atravesaba fácilmente manteniendo húmedo el prado.
El siguiente paso consistía en transformar el terreno a prado, para lo cual la situación ideal era realizar en el mismo un cultivo previo, por lo general a patatas.
A diferencia de las tierras dedicadas a piezas, estas cuyo destino era la creación de prados, podían presentar pendientes que a veces eran acusadas, por lo que los trabajos no se podían realizar con la pareja sino a azada.
En tiempos pasados a la hora de hacer a prao un terreno se primaba la cercanía frente a la pendiente, es decir, se prefería cerrar un prado en cuesta que estuviese relativamente cerca de casa a uno más llano pero alejado. Como las labores de siega se realizaban a dallo o guadaña, las pendientes no constituían un obstáculo sino que incluso aportaban una cierta ventaja, ya que un prado en cuesta se siega más cómodamente que uno llano.
La primera tarea consistía en rozar el terreno, es decir, eliminar los restos vegetales que crecían sobre él. Si estaba cubierto de arbustos se debían cortar previamente.
En tiempos pasados se solían dejar árboles que procurasen sombra al ganado mientras amellaba[2] además de a los dueños, cuando en las calurosas jornadas estivales dedicadas a recoger hierba seca aprovechaban los árboles para protegerse del sol durante los descansos y a la hora de comer si se veían obligados a hacerlo en el prado.
Una vez concluido este trabajo se procedía a cavar el terreno a azada. Esta era la situación ideal, pero no siempre era posible llevarla a cabo, ya que no se contaba con la fuerza suficiente y además influían las condiciones del terreno. Al cavar se eliminaban las raíces de espinos, árgumas y zarzas además de los rizomas de los helechos, dificultando así que se regenerasen rápidamente. Si solo se sorría[3] se cubría de maleza en poco tiempo, sobre todo de helechos. Para evitarlo se cavaba además bien hondo utilizando para ello azadas cavonas[4]. Durante este trabajo se eliminaban también todas las piedras. Si eran de buenas dimensiones se empleaban para armar paredes y si eran menudas se echaban en la entrada del prado para evitar que embarrancase la pareja con el carro o también en los baches de la carretera de acceso. En la medida de lo posible también se alisaba el terreno, restando altura a los tarreros y rellenando las hoyadas.
Había ocasiones en que todo el terreno o bien una parte del mismo reunían buenas condiciones para maquinarlo con el brabán y la pareja de bueyes. Esto constituía un gran adelanto. A diferencia de la forma de trabajar en las piezas, la tierra movida por el arado se vertía hacia abajo para que así plegaría mejor, después se rastraba para afinarla y se cultivaba.
Tras ser preparada la tierra se “sembraba a patatas”. Pero si el terreno era de buenas dimensiones, obviamente sólo se cultivaba una parte; tampoco se cultivaba si era demasiado pendiente.
No siempre era posible cavar un terreno así, por ejemplo cuando la tierra era tan arcillosa que resultaba demasiado compacta. Entonces se recurría a técnicas menos laboriosas como trabajarlo a boca-azada.
Existen tres modos de manejar la azada. Cavar superficialmente de modo que la hoja de la herramienta quede casi paralela a la superficie de la tierra. Para ello el operario se mantiene relativamente erguido y la azada utilizada es liviana, por ejemplo la empleada para sallar o escardar. Como se ha indicado, esta labor se denomina sorrer y se recurre a la misma para retirar la capa superficial de plantas que cubren un terreno. En la segunda forma el grado de inclinación de la azada al entrar en la tierra es cercano a los 45º. La persona que la maneja debe inclinar más la espalda y consigue que profundice en la tierra unos cuatro dedos; se denomina a boca-azada. En la tercera la azada penetra casi perpendicular a la superficie de la tierra. El que trabaja dobla más la espalda y logra que entre a más profundidad, es lo que propiamente se denomina cavar. La azada que se emplea es la llamada cavona, descrita antes.
A boca-azada se adelantaba más ya que el esfuerzo realizado era menor. Después se batía la tierra para desmenuzarla, se limpiaba, se alisaba con la rastrilla y se sembraba. En este caso se sementaba directamente semilla de hierba. Algunos aseguran que “venía antes a prao a boca-azada que cavao”. La razón era que al remover poco la tierra quedaba arriba la flor de la misma, lo que facilitaba la germinación de la semilla. En cambio al cavar profundamente se mezclaba la flor con la capa inferior más improductiva. Como contrapartida, brotaban más fácilmente los helechos y otras plantas invasoras.
Con el tiempo se recurrió a otra forma de “hacer a prao” aún menos laboriosa, consistente en rozar el monte bajo, tras lo cual se sembraba directamente el terreno utilizando la granilla que se recogía en el tascón tras consumir la hierba seca almacenada, tapando a continuación la misma con una buena camada de basura o abono.
Esta técnica tenía el inconveniente de que el terreno se cubría rápidamente de helechos de la especie Pteridium aquilinum, por lo que había que resegarlo una vez tras otra para intentar acabar con ellos. En tiempos pasados era costumbre golpearlos en primavera con una vara de avellano hasta romperles el tallo. Se decía que obrando así se desangraban y como resultado se descastaban mejor. Al segarlos con el dallo, en cambio, volvían a brotar con facilidad. Algunos aseguran que el día más efectivo para realizar este trabajo de golpearlos era la mañana de san Juan antes de que saliese el sol.
Como ha quedado indicado, una parte importante de la tarea de convertir en pradera un terreno de estas características era añadir abundante basura o abono una vez acondicionado. La técnica utilizada era la misma que para abonar una pieza o un prado. Pero si el terreno roturado era demasiado pendiente para que pasase por él la pareja con el carro cargado se descargaban varias pilas en la cabecera. Desde aquí se trataba de esparcir lo más lejos posible y para llegar a zonas más lejanas se iba corriendo o desplazando por la ladera. Después se sementaba la granilla o semilla de la hierba.
Algunos han sido partidarios de esparcir primero la semilla y sobre ella arrojar el abono, de este modo se evitaba que los pájaros la comiesen. Sin embargo si se procedía así en las pendientes donde había que correr la basura ladera abajo lo que ocurría era que los trozos grandes de abono al rodar por la cuesta atrapaban la simiente, que quedaba adherida a su superficie, dejando amplias zonas sin granilla. Si se obraba de este modo era necesario esparcir algo más de simiente en estas zonas. Lo mismo se hacía cuando al germinar se apreciaban corros en que no crecía hierba.
Por lo tanto, a la hora de acondicionar un terreno se podía recurrir a cavarlo hondo, a bocaazada, maquinarlo o bien solo rozarlo o sorrerlo, dependiendo de las circunstancias.
La parte que se cultivaba del mismo, la mejor, “se ponía a patatas” y también “a nabos o a pajilla (maíz para consumo en verde para el ganado)” dependiendo de la época del año en que se hiciesen los trabajos de limpieza del terreno.
En ocasiones estos pedazos de tierra se seguían cultivando en años sucesivos, ya que solían tener la ventaja sobre las piezas de las llosas, más llanas, de que eran más secos, lo que permitía sembrar patatas más pronto. Se sabía que rendían menos pero como se cultivaban superficies considerables no importaba ya que lo que se aprovechaba era “la siembra temprana”.
Algunos sembraban directamente vallico, sobre todo si tenían rebaño, pues cuando caían nevadas podían pacerlo las ovejas con solo retirar una parte de la nieve que lo cubría.
Con el tiempo todos estos terrenos se iban convirtiendo en prado. Se consideraba que los prados de una tierra trabajada daban más y mejor hierba. A la inversa también ocurría que de vez en cuando se volvían a maquinar tierras que habían estado a prado, sobre todo las campas de las llosas; la tierra nueva rendía excelentes cosechas.
En Lanestosa (B), villa vecina del anterior municipio, ocurría algo similar. Los cierros eran terrenos de monte roturados para labrantío cuyo cercado se hacía con muro de piedra o con cárcava. La cárcava consistía en una zanja que rodeaba el cierro, normalmente hecha a azada, amontonando la tierra a su alrededor y en su parte interior. Existía una clase de cierro que por su proximidad a las casas se les conocía con el nombre de returas.
En su mayoría, los cierros se hicieron después de la Guerra Civil y siempre en terreno comunal. Asimismo fueron numerosos los roturados en el Valle de Carranza en terreno mancomunado. Todo aquel vecino de Lanestosa que desease hacer un cierro tenía que solicitar el oportuno permiso del ayuntamiento nestosano. Concedida la solicitud, que incluía la autorización para poder realizar el traspaso a otro vecino, se hacía el cierro. El beneficiario del mismo tenía que abonar anualmente un impuesto, el canon, al ayuntamiento, que continuaba siendo el dueño del terreno cerrado. Si el cierro se hacía en terreno mancomunado, en este caso el permiso tenía que ser concedido tanto por el ayuntamiento de Lanestosa como por el de Carranza.
Las dimensiones eran variables pero tenían que ajustarse a las normas municipales, estableciéndose las 30 ha como extensión máxima y una mínima de media hectárea.
En los primeros años, en tiempos de postguerra y como consecuencia de la falta de productos alimenticios, el cierro se dedicaba al cultivo de patata. Eran tan productivos que solo en estas ocasiones algunos vecinos procedían a la venta de la mayor parte de la cosecha. Después de dos años el cierro se convertía definitivamente en pradera para lo cual, llegado el otoño, se echaba a voleo la granuja o grana de la hierba que se había recogido en seco para alimento del ganado. Esta misma labor se empleaba en aquellas piezas que igualmente se querían convertir en prado, si bien la granuja era sustituida en ocasiones por plantas forrajeras como la alfalfa o el trébol.
En Beasain (G) por pura necesidad de supervivencia del caserío se produjo una transformación importante consistente en criar ganado vacuno exclusivamente orientado a la producción de leche y carne. Se ampliaron para ello los establos, mejorándolos tanto desde el punto de vista higiénico como en lo que atañía a la alimentación, instalando avanzados sistemas que permitían que una sola persona pudiese atender a un mayor número de cabezas. Y para hacer posible este cambio se roturaron tierras reconvirtiéndolas en prados. Pero esto ocurrió en muy pocos caseríos por dos razones importantes: la gran inversión necesaria y la dificultad que representaba la excesiva pendiente de los terrenos.
En Valderejo (A) los prados que hoy se destinan a la producción de hierba fueron labrados en su día con tractor y preparados con aperos adecuados antes de proceder a la siembra con semillas apropiadas al suelo y al clima de la zona. Estas fincas reciben un aporte de abonos minerales con lo que se consiguen unas cosechas más abundantes y de mayor calidad.
Un rasgo característico de tiempos pasados fue la asociación de prados con árboles y no solo desde la perspectiva ya descrita en Carranza (B) de la necesidad de sombra para el ganado, sino de árboles frutales que permitiesen la producción de una cosecha de fruta además de la hierba que crecía bajo ellos.
En Bera (N) en las primeras décadas del siglo XX se observó un progreso en la asociación de prado artificial con manzanos. El prado artificial aumentó considerablemente a partir del siglo XVIII. La operación de rotura en tierras altas o inclinadas se tenía que hacer a mano. El prado se abonaba en los comienzos de la primavera y después de los cortes grandes. Cada tres o cuatro años se solía echarle también cal, si bien con posterioridad esta práctica fue decayendo.
Antes el prado solía ser también manzanal, sagardia, pero el manzano se hallaba en estado tal de decadencia cuando Caro Baroja efectuó este trabajo (años 1930) que ya prácticamente no había un manzanal nuevo en todo el término mientras que a comienzos de siglo, en cambio, la manzana daba pie a que existieran de ocho a diez sidrerías.
El prado-manzanal se medía, y aun otras tierras también, con una medida llamada sagarlurra, que era un cuadro de siete metros por siete, distancia que se dejaba entre árbol y árbol[5].
En el Valle de Carranza, al igual que en otras poblaciones de Bizkaia y Gipuzkoa, también se dio esta asociación entre manzanos y prados. Cada casa solía contar con uno o varios manzanales en prados que proporcionaban hierba que era segada para dársela a las vacas. En estos terrenos también podían pacer las ovejas dada su escasa alzada durante todo el año, excepto el período otoñal para evitar que comiesen las manzanas caídas. En cambio, no se podían soltar vacas en los mismos para evitar atragantamientos cuando trataban de comer las que aún pendían de las ramas.
En Amorebieta (B) en los campos cubiertos de hierba, que o bien se segaban para el ganado o era este el que se echaba a pastarla, se plantaban árboles frutales, generalmente manzanos, ciruelos, perales y nogales.
Mantenimiento
Son varias las labores necesarias para mantener una pradera en debidas condiciones, unas tienen que ver con la eliminación de plantas invasoras que compiten con la hierba y otras con especies que tienden a crecer para restablecer la serie de vegetación, además es necesario abonarla periódicamente para continuar la producción de hierba.
Tratamos en primer lugar la eliminación de las especies que crecen en el prado y que dificultan el crecimiento de la hierba.
En el Valle de Carranza (B) la labor denominada resegar consiste en la limpieza de los prados una vez han sido pastados por el ganado. Los animales rechazan algunas especies vegetales que no consumen ni aún padeciendo hambre. Periódicamente se hace necesario segarlas para evitar que sigan extendiéndose por el prado, ya que algunas crecen ilimitadamente mientras que otras se propagan fácilmente por semillas si se permite que alcancen la madurez. Principalmente se trata de zarzas, helechos, árgumas, bernáulas, ortigas, cardos y especies vegetales lo suficientemente duras como para no poder ser consumidas o que por su composición no resultan agradables al ganado.
La labor de resegar un prado se ha realizado tradicionalmente con el dallo y una vez se introdujo la segadora mecánica con esta o más recientemente con tractor y segadora rotativa. El período preferido ha sido el otoño, justo antes del parón vegetativo que experimenta la hierba. Cuando un prado está excesivamente sucio se puede adelantar el resiego, por ejemplo a la primavera, para evitar el crecimiento excesivo de estas plantas, pero eso sí, se procura realizar después de que el terreno haya sido pastado o bien más tempranamente antes de iniciarse el período de crecimiento de la hierba. También se ha llevado a cabo en pleno verano después de terminar la recolección de la hierba. Sin embargo, adelantar el resiego tiene como inconveniente, sobre todo si se realiza con segadora, que además de eliminar las plantas invasoras se siega la hierba que pueda haber, dejando el prado sin comida en un tiempo en el que el ganado tiene que seguir pastando.
Dependiendo del tipo de especies que se hayan resegado se podían aprovechar o no; por ejemplo, si se trataba de helechos o de hierba vieja, se secaban y se trasladaban a casa para utilizarlos como camas del ganado. Ha sido costumbre quemar las especies que no resultan aprovechables, sobre todo aquellas que cuentan con semillas fácilmente dispersables, para ello se arrastrilla el prado y con la horquilla se hacen montones a los que se les prende fuego.
A medida que se fueron paciendo cada vez mayor cantidad de prados se hizo más necesario el trabajo de resegarlos. Si la hierba de un prado se siega al menos una vez no suele ser necesario resegarlo después. En tiempos pasados la mayor parte de la superficie de prados se segaba, bien para secar la hierba o para dársela en verde al ganado en el pesebre. Pero a medida que se incrementó la cabaña ganadera se hizo necesario darle preferencia al pastoreo frente a la siega.
Una vez se fue mecanizando el trabajo de recolección de la hierba, sobre todo con la introducción de maquinaria pesada, la mayor parte de los terrenos en pendiente se destinaron al pastoreo (o directamente se abandonaron) ya que los tractores no podían trabajar en ellos. Por lo tanto se hizo necesario resegarlos si se quería mantener la hierba en los mismos. Teniendo en cuenta que las generaciones más jóvenes han experimentado un acusado rechazo hacia el dallo, en cuanto hicieron su aparición las desbrozadoras manuales se extendieron rápidamente.
En la década final del siglo XX y la primera de la nueva centuria el abandono de prados se incrementó notablemente como consecuencia de cambios ocurridos en la alimentación de las vacas de leche que la desligaban en buena medida de los prados propios, así como en la crianza de novillas que se llevaba a cabo en centros especializados dedicados a la misma y lejos del tradicional sistema de pastoreo. Pero la reciente crisis generalizada que se ha sumado a la que ya padecía la ganadería intensiva de corte industrial ha vuelto a convertir en necesarios los viejos prados abandonados. Siempre dentro de la misma lógica maquinista, en estos últimos años se ha extendido el uso de un nuevo apero acoplado al tractor, que es una desbrozadora de cadenas capaz de revertir a pradera no solo la maleza de porte herbáceo sino también la arbustiva que poco a poco se había ido desarrollando.
La labor de resegar permite mantener la sucesión ecológica en su nivel más simple, que es el prado. Los informantes conocen empíricamente el concepto de sucesión, ya que del mismo modo que convirtieron el monte bajo en pradera saben que si no se resiega un prado (o bien se abandona) en pocos años las especies invasoras se hacen dueñas de toda la superficie del mismo. Entre ellas, pasado un tiempo mayor, crecen espontáneamente arbustos como salces y avellanos y por último si se permite que transcurran las décadas se llena de árboles, por lo común rebollas, robles, acompañadas de otras especies, ya que en la zona el tipo de bosque climácico que tradicionalmente se ha convertido en prado es el robledal.
Mientras se recurrió al dallo para resegar se utilizó uno fuerte y a menudo viejo, ya que las finas dallas empleadas para segar hierba se rompían fácilmente al tratar de cortar las plantas con tallos más recios. Esta misma costumbre se ha constatado en Abadiño (B), donde para cortar zarzas, helechos y árgoma se utilizaron en tiempos pasados guadañas más grandes y fuertes que las destinadas a la siega de hierba; actualmente esta labor se realiza con la desbrozadora.
Una labor importante en el cuidado de las praderas era la de mantener su fertilidad, lo que se conseguía mediante el abonado.
En Sara (L) el abono se esparcía por diciembre pero esta operación se aplazaba hasta fines de marzo o hasta abril cuando se deseaba que los rebaños paciesen en tales campos durante el invierno.
En Amorebieta (B) el estiércol se echaba en los prados entre el primero de noviembre y el 31 de diciembre. Primero se llevaba en el carro y se descargaba en montones; luego con el bieldo se repartía por todo el prado. Era necesario esparcir bien el estiércol para que no quemara la hierba, lo que ocurría si quedaba concentrado en una superficie pequeña. Algunos también echaban algún saco de abono químico.
En Beasain (G) las operaciones que se efectúan en los prados destinados a hierba para el ganado se reducen al abonado, esparciendo estiércol en el otoño y algún abono químico comprado en primavera.
En Telleriarte (G) la hierba de los prados es la que crece de forma natural pero si se quiere que venga más abundante y compacta hay que abonarla, simaurtu, ongarritu. Los prados se abonaban con el abono mineral al principio de la primavera. No era recomendable echar el ganado a pacer a los mismos. El abono se administraba en otoño.
En Abezia (A), en cambio, no es habitual abonar los prados con estiércol porque no se genera suficiente cantidad y las fincas siempre han tenido prioridad. En todo caso, de haber un sobrante se extiende por los prados en primavera. Cuando se generalizó el uso del abono mineral se comenzó a esparcir nitrato también por primavera.
Una labor también necesaria para el mantenimiento de un prado consiste en esparcir cada cierto tiempo semilla de hierba, que cae en el pajar, para que germine y genere nuevas plantas, sobre todo cuando se empiezan a apreciar claros donde no crece la hierba.
En Carranza (B) esta labor se llevaba a cabo con la granilla o semilla que se recogía en el sobrao desprendida de la hierba seca que se había tenido almacenada en el mismo. En tiempos pasados como la hierba se solía recoger para secar cuando había granado, esta resiembra se efectuaba directamente como resultado de las numerosas semillas que se desprendían al manipular la hierba durante el proceso de secado de la misma.
Por el contrario, los prados que habitualmente se pastan o siegan para verde se deben resembrar de vez en cuando o bien se deja cada cierto número de años que crezca la hierba hasta que produzca abundante simiente y después se siega para seco.
- ↑ Manuel LÓPEZ. El Valle de Carranza. Bilbao: 1975, p. 31.
- ↑ Amellar es descansar el ganado a la sombra mientras rumia la hierba pastada.
- ↑ Sorrer es el trabajo realizado con la azada consistente en eliminar la capa vegetal que cubre un terreno para lo cual se dan azadazos sobre la superficie de la tierra con la hoja de la herramienta prácticamente paralela a la misma, de ese modo se eliminan las plantas y una delgada capa de tierra, pero no las raíces.
- ↑ Recibe el nombre de cavona la azada de hoja estrecha, alargada y consistente que permite por ello profundizar en la tierra al cavar. En el lado opuesto a la hoja, por encima del ojo en el que va inserto el mango, presenta un refuerzo llamado zuta que incrementa el peso de la herramienta, lo que se traduce en una mayor inercia al dar el golpe, consiguiendo así que penetre más en la tierra.
- ↑ Julio CARO BAROJA. “Un estudio de tecnología rural” in CEEN, I (1969) pp. 222-224.