Consideraciones generales sobre la agricultura
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Este tomo dedicado a la agricultura tradicional en Vasconia aborda una buena parte de los aspectos relacionados con esta actividad, más allá del cultivo de la tierra propiamente dicho.
Se inicia con un repaso a los distintos paisajes agrarios que forman el territorio de Vasconia, con cultivos propios de cada vertiente, la mediterránea, netamente agrícola, y la atlántica.
Se recogen además los conocimientos sobre las clases de tierra de labor y sus características, dimensiones de las parcelas y la situación y separación de las mismas.
En cuanto al cultivo propiamente dicho, se abordan diferentes asuntos como los períodos de cultivo, la influencia atribuida a la luna, la distribución de los cultivos en los distintos tipos de heredades, la rotación de los mismos, el calendario agrícola y la selección, conservación y preparación de las semillas y de los semilleros; asimismo cómo se lleva a cabo la primera roturación de una tierra y la preparación de las ya cultivadas, además del uso tradicional del abono orgánico, las enmiendas de cal y la introducción de los fertilizantes químicos.
En otro capítulo se recoge la diversidad de cultivos que se observa en el territorio estudiado y la siembra o plantación de las distintas especies vegetales agrupadas básicamente en cereales, legumbres y hortalizas. Se diferencia entre los cultivos destinados a la alimentación humana y los que se emplean para el ganado, teniendo en cuenta que en la sociedad tradicional no se desperdiciaba nada, ya que los alimentos de consumo humano sobrantes y los restos de su preparación servían a su vez para alimentar al ganado doméstico. También se hace hincapié en lo que llamamos cultivos industriales, siendo el caso más paradigmático la remolacha azucarera. Además se constatan los cuidados a los que se someten todos ellos para garantizar su correcto crecimiento. En un capítulo posterior se aborda su recolección y los métodos tradicionales de conservación. Destacan aquí las labores de siega de los cereales y la posterior trilla y aventado del grano.
Se dedica un capítulo a la hierba, producción más propia de la vertiente atlántica y de la zona de transición a la mediterránea, a la creación y mantenimiento de los prados y al aprovechamiento de la hierba mediante pastoreo, siega en verde y henificación. Asimismo se registran los cambios acontecidos a raíz de la progresiva introducción de maquinaria.
En cuanto a los árboles frutales, se recoge un primer capítulo en que se abordan las diferencias en su cultivo, condicionadas por los distintos climas del territorio, cómo se lleva a cabo la plantación, el injertado de nuevas variedades, los cuidados de los árboles, destacando la poda, y la recolección y aprovechamiento de la fruta obtenida. El olivo y la vid merecen un capítulo aparte dada la importancia que tienen en la zona meridional de Vasconia. Se cierra este conjunto de capítulos de los árboles frutales con otro sobre la producción de aceite y vino en la vertiente mediterránea y de txakoli y sidra en la atlántica.
El último de los capítulos dedicados expresamente al cultivo es el que estudia dos producciones de tiempos pasados: el lino y el cáñamo, íntimamente ligadas al autoabastecimiento que les caracterizaba.
El siguiente conjunto de capítulos se inicia con un amplio repaso del mobiliario agrícola tradicional, en que se recogen los numerosos aperos y herramientas que fueron necesarias para desempeñar esta actividad. De nuevo se hacen evidentes los rasgos de vida autárquicos al comprobar que su fabricación fue mayoritariamente doméstica o local. Se deja constancia también del viejo sistema de medidas, algunas de las cuales han perdurado hasta nuestros días.
Se analiza la mano de obra y se aborda la importancia de la participación de todos los miembros de la familia en los trabajos agrícolas con independencia de su edad o sexo, la colaboración vecinal y en la vertiente mediterránea la contratación de jornaleros, sobre todo para la recolección de las cosechas, dada su extensión y la premura con que debían ser recogidas. Se trata asimismo la importancia de la fuerza animal en unos tiempos en que todavía no había hecho su aparición la maquinaria tal y como la conocemos en la actualidad.
Se dedica un capítulo al transporte animal, sobre todo al carro de bueyes ateniéndose a la importancia que tuvo, así como al yugo y a todos los complementos necesarios para uncir a la pareja. El último capítulo de este bloque aborda la mecanización de la agricultura y los cambios que ha acarreado en la agricultura la moderna maquinaria.
Un capítulo más se dedica al aprovechamiento de la producción propia y el comercio agrícola: compra de semillas y plantas, de abonos y aperos, celebración de mercados y ferias agrícolas, etc.
Otro al régimen de propiedad de la tierra: propietarios que explotan directamente sus tierras o que lo hacen mediante inquilinos, precios de las rentas, épocas de pago y si se realizaban en especie o en metálico.
El volumen concluye con las creencias y ritos vinculados en tiempos pasados a la agricultura, protección de los sembrados, bendición de semillas y campos, conjuros contra las tormentas, rogativas a santos y santos protectores de las cosechas.
Este tomo complementa otro anterior dedicado a la ganadería y el pastoreo, dada la intrincada relación que mantuvieron todas estas actividades en la casa rural de antaño, antes de que comenzase a producirse la paulatina especialización acaecida en la segunda mitad del pasado siglo XX que ha derivado en que una parte del territorio estudiado, la vertiente mediterránea, se haya decantado por una actividad más netamente agrícola, mientras que en la otra, la atlántica, ha terminado por prevalecer la ganadería.
La actividad agrícola nos traslada a períodos remotos de nuestro pasado de un modo que nos recuerda a lo que ya dijimos para el pastoreo.
Hace dos milenios Plinio estableció una división entre el Vasconum saltus y el Vasconum ager, el primero húmedo y boscoso, el segundo con sembrados de cereales y viñedos, correspondientes con las áreas húmedas y secas de Vasconia, respectivamente. En el tomo dedicado a la ganadería y el pastoreo prevaleció el territorio situado en la vertiente más húmeda mientras que en este volumen lo hace el ubicado en la más seca y agrícola, pero teniendo siempre presente que en la sociedad tradicional y en buena medida en el sector primario que aún pervive, tanto la ganadería como la agricultura se extienden por toda la superficie rural de Vasconia.
La agricultura tradicional
La agricultura que se describe en este tomo del Atlas Etnográfico de Vasconia constituye un repaso de lo acontecido fundamentalmente a lo largo del siglo XX. Sin embargo, como podrá comprobarse por los distintos capítulos que constituyen esta obra, se concede una clara preferencia a las prácticas que se conocieron antes de la intensa mecanización que tuvo lugar a partir de los años 1960. Eso no obsta para que también se haya recopilado información sobre la agricultura moderna que se practica sobre todo en la vertiente mediterránea del territorio, la más claramente agrícola y donde esta actividad ha experimentado una transformación más pareja a la desarrollada en otras áreas agrícolas no solo del Estado español sino también de la Unión Europea.
Teniendo en cuenta la edad de los informantes y que una parte de la información se recopiló hace décadas, reflejamos preferentemente una agricultura que va desde finales del siglo XIX a mediados del siglo XX.
Esta agricultura era de carácter familiar, implicando a todos los miembros de la casa con independencia de su edad o sexo y se caracterizó por el autoabastecimiento o al menos tendió a él mientras pudo.
Requería un profundo conocimiento del entorno natural en que se llevaba a cabo: de la orografía y las características edafológicas del suelo, del clima, las estaciones y en definitiva de los ciclos estacionales, de las disponibilidades de agua, además de todo lo relacionado con cada cultivo, desde el acondicionamiento de la tierra y su siembra hasta la recolección y el posterior almacenamiento en las condiciones idóneas que garantizasen su conservación.
Este conocimiento no formaba un corpus rígido, sino permeable, ya que quien cultivaba la tierra siempre estaba abierto a probar nuevas semillas e incluso técnicas, pero desde el empirismo que suponía la comprobación de que funcionasen. A pesar del desprecio con el que se ha contemplado desde la sociedad moderna, este conocimiento tenía un cierto carácter científico pues se basaba en la técnica de prueba y error. Además era de naturaleza acumulativa, ya que los conocimientos experimentados por cada generación se agregaban al corpus recibido y se transferían a la siguiente generación. Gracias a este conocimiento acumulado cada familia sabía además cuáles eran las mejores tierras de las que disponía para cada tipo de cultivo.
Este saber nacía del profundo vínculo que se establecía con la tierra y es que en una economía basada en el autoabastecimiento no cabía más posibilidad que ser respetuoso con la misma, ya que de ello dependía la propia subsistencia. De hecho, a diferencia de lo que hoy en día ocurre con los campos de cultivo, expuestos a la erosión y a la acumulación de residuos químicos, la tierra de labor de estos tiempos pasados mejoraba paulatinamente con los años de trabajo siendo la más apreciada la que había permanecido labrándose durante generaciones.
Los textos que ofrecemos en este volumen fruto de la labor de recopilación de nuestros investigadores de campo a numerosos informantes repartidos por todo el territorio de Vasconia, permiten una lectura más o menos interesante pero cuya profundidad a menudo solo queda desvelada para quienes tienen suficientes conocimientos de agricultura. Dada la naturaleza de este Atlas no está en nuestra intención realizar análisis detallados de algunas prácticas y saberes que aquí se constatan.
Por otro lado somos conscientes de que estamos recopilando datos cuyo recuerdo, cuando forma parte del acervo tradicional, se está extinguiendo a medida que mueren los últimos campesinos que los conocieron. De ahí que a veces la información que recogemos en este tomo dé la impresión de ser fragmentaria. Por esta misma razón dentro de poco más de una década sería imposible reunir los datos aquí constatados.
Los cambios en la actividad agraria
El proceso de especialización acontecido en las últimas décadas del pasado siglo XX llevó a que en la vertiente atlántica se incrementase el peso de la ganadería, sobre todo de vacuno de leche, en detrimento de la agricultura tradicional, mientras que en la mediterránea ocurrió lo contrario. Hasta entonces ambas actividades habían estado más equilibradas ya que en la sociedad tradicional ganadería y agricultura estaban íntimamente ligadas. Los animales se necesitaban para realizar las tareas agrícolas (animales de tiro) y su estiércol era la principal fuente de nutrientes para mantener la fertilidad de la tierra. Por otro lado, parte de la producción obtenida se destinaba a alimento del ganado.
Los cambios acaecidos en la actividad agraria han acarreado notables transformaciones en nuestras áreas rurales que han ido más allá de la actividad meramente productiva.
En la sociedad tradicional todos los miembros de la casa estaban implicados en este trabajo mientras se lo permitiese la edad o la enfermedad. Hoy en día cada vez es más frecuente que sea solo una persona o muy pocas las que se dediquen a este trabajo en cada casa, teniendo las demás otras ocupaciones.
Las tareas agrícolas requerían en tiempos pasados mucha mano de obra, pero no suponía un obstáculo ya que las familias eran más numerosas que hoy en día. Algunos de los trabajos exigían además más manos que las disponibles en la casa por lo que se hacía necesaria la colaboración vecinal que más adelante era devuelta del mismo modo. Esto contribuía al sostenimiento de la estructura vecinal, que poco a poco se ha ido resquebrajando, cobrando cada vez más importancia lo que podría definirse como un individualismo de cada casa. La reducción del número de trabajadores y este individualismo están ligados en cierta medida a la incorporación de maquinaria cada vez más potente.
Numerosas casas de los barrios rurales se han desvinculado de la actividad agraria. Los barrios han experimentado un progresivo proceso de “urbanización” y las casas se han reformado a menudo con criterios urbanos, hasta el punto de que se ha producido un curioso proceso de convergencia entre los habitantes rurales que aspiraban a tener una casa con las “comodidades” de una vivienda urbana, y los llegados de la ciudad que levantaban la suya tratando de que se asemejase a su ideal de lo que era una casa de campo; el resultado ha sido que ambos tipos de casas muestran una sospechosa semejanza[1].
En tiempos pasados la estrategia productiva se basaba en la diversidad: de cultivos, de variedades de cada cultivo, de animales criados, etc. Hoy en día ha crecido notablemente la especialización, no solo en cuanto a los productos cultivados sino incluso en las técnicas y maquinarias empleadas. Esto supone un alejamiento progresivo de la naturaleza, donde prima la biodiversidad. La especialización y la reducción de la diversidad generan una especie de “monocultivo de las ideas”, dificultando la posibilidad de apreciar nuevos enfoques y formas de producción distintas.
Los cambios acontecidos en los cultivos a lo largo del siglo XX han acarreado modificaciones del paisaje a todos los niveles, llegando a producir incluso una pérdida cromática en la vertiente atlántica, donde el verde tradicional estaba salpicado por el dorado de los cereales en sazón, el azul del lino florecido, el amarillo de los nabos al final del invierno o los variados colores otoñales del arbolado autóctono, transformándose hoy en la monótona uniformidad de las plantaciones de pino insignis, con su verde oscuro, o el verde más deslavado de los eucaliptales que dominan el paisaje de amplias superficies de Bizkaia y Gipuzkoa, reflejo del fracaso de la actividad agrícola y ganadera.
La reducción del número de casas que cultivan la tierra en una determinada zona del territorio implica una serie de complicaciones que antes no se presentaban. Se dificulta el intercambio de semillas y lo que es peor, cuando una casa pierde las de una variedad tiene muy difícil recuperarla (en ese sentido en tiempos pasados el conjunto de casas que formaban un vecindario constituían un reservorio de simientes). En el caso de que tengan frutales sufren un mayor acoso por parte de los pájaros y a medida que se han abandonado las tierras agrícolas y las dedicadas a pastos, a menudo sustituidas por plantaciones forestales, se ha incrementado la fauna salvaje que también causa serios desperfectos en los cultivos y los frutales, como son los jabalíes y los corzos.
Algunos cambios es mejor abordarlos con un cierto grado de ironía. En tiempos pasados, ante períodos adversos o de calamidades, sobre todo cuando se producían sequías prolongadas o una tormenta amenazaba destruir la cosecha, los vecinos se unían en rogativa a un santo de advocación local. Han cambiado los tiempos y ahora sería extraña esta práctica, sin embargo la recuerda algo el hecho de que las organizaciones agrarias soliciten a las administraciones de turno la concesión de ayudas que compensen en parte las pérdidas en la cosecha causadas por las inclemencias atmosféricas.
A la vez que se han incorporado nuevas variedades de semillas y nuevos cultivos también se observa una resistencia a determinados cambios, de ahí que algunas prácticas y usos hayan perdurado en el tiempo hasta nuestros días. Un ejemplo lo constituye el sistema tradicional de pesos y medidas cuyo empleo se ha prolongado siglo y medio después de que fuera decretada su sustitución por el sistema métrico decimal. Algunas prácticas de cultivo perduran quizá por su sencillez y eficacia. Quien toma una azada para sembrar o plantar un cultivo hortícola lo sigue haciendo básicamente del mismo modo que se hacía en siglos pasados. Y en buena medida esta práctica perdurará porque la especialización agraria ha conllevado un incremento progresivo del tamaño y la complejidad de la maquinaria, por lo que es físicamente imposible emplear un tractor para un trabajo que ocupa una superficie mínima, sin entrar en otro tipo de consideraciones como es la íntima satisfacción que produce el trabajo directo con la tierra.
Otro ejemplo de la resistencia al cambio, ligada a la necesidad de ser autosuficientes, lo constituye la pervivencia hasta pleno siglo XX de herramientas y aperos de fabricación doméstica o local íntegramente de madera. Un caso sorprendente es el del arado con todos sus componentes de madera que se describirá más adelante en dos poblaciones alavesas o los carros de bueyes con todas sus piezas de este material.
La introducción de la tecnología moderna en el medio rural fue muy lenta en sus inicios y fue poco antes de mediados del siglo XX cuando en la zona estudiada comenzó la “modernización” a mayor escala. En el ámbito mundial ocurrió a partir de la II Guerra Mundial que en los países desarrollados se aplicó la mecanización integral a la producción agrícola.
Pero esta revolución basada no solo en la mecanización de las labores agrícolas sino también en la concentración parcelaria de las tierras, el empleo de herbicidas y abonos químicos, etc., suponía un modelo propiciado por la expansión de las ciudades y supeditado a las economías de escala (concentración de recursos, inversiones, mano de obra y medios de producción, etc.). Las zonas rurales, que se habían mantenido autoabastecidas, se convirtieron en el foco principal de suministro de mano de obra y de alimentos básicos a bajos precios, lo que provocó la despoblación rural y la transformación de las explotaciones agrícolas.
En dos o tres décadas el panorama rural se modificó sustancialmente. Desapareció o cambió la sociedad campesina que conocieron y practicaron nuestros progenitores, la generación nacida en la primera mitad del siglo XX. Estos campesinos crecieron, se casaron y formaron una familia que era indispensable para el mantenimiento del medio basado en la tradición. Sin embargo, los hijos de esta generación han sido testigos de la desaparición del ganado, de la llegada de tractores y máquinas sofisticadas y del abandono de las prácticas tradicionales heredadas de un saber acumulado durante siglos. Por si eso fuera poco, los agricultores que han superado esta transformación y a los que por edad les ha llegado la hora de ceder su explotación, se encuentran con que sus hijos no quieren continuar la labor porque su trabajo y forma de vida depende de la ciudad, cuando no se han ubicado definitivamente en ella, y además no están dispuestos a dedicarse a una actividad laboral tan sacrificada e incierta.
La situación actual
En los últimos tiempos ha surgido una nueva situación desconocida en tiempos pasados, que es la aportación a la renta del agricultor de ayudas y subvenciones. Hoy en día los ingresos de los agricultores no se sostienen solo por el precio de venta de sus cosechas sino por las subvenciones económicas de las administraciones públicas, sin las cuales muchas explotaciones agrícolas serían deficitarias.
En las décadas finales del pasado siglo XX y sobre todo a raíz de la entrada del Estado español en la llamada entonces Comunidad Económica Europea, los agricultores comenzaron a disponer de importantes ayudas y subvenciones tanto de las Diputaciones forales como de los Gobiernos vasco y navarro, muchas de ellas procedentes de los Ministerios de Agricultura español y francés y sobre todo de los fondos comunitarios de la Unión Europea. Para ello, la diputación correspondiente dispone de una ficha de cada explotación agraria donde se especifican los titulares, las fincas, las cabezas de ganado y los medios que posee, en especial la maquinaria agrícola. Este registro sirve para controlar las explotaciones y encauzar las solicitudes de ayudas económicas. La más habitual que se solicita y concede procede de la llamada PAC (Política Agraria Común), que está destinada a los cultivos herbáceos (cereales, leguminosas) y superficies forrajeras. El agricultor, cuando solicita esta ayuda, debe realizar una declaración de las parcelas agrícolas especificando el cultivo y la superficie que va a destinar a la siembra esa campaña.
Muchas de las explotaciones, sobre todo las que tienen que pagar más rentas por el arriendo de tierras, llegarían a ser deficitarias sin las ayudas de la PAC, con lo que se crea una situación de dependencia antes desconocida. La contrapartida viene dada por el control riguroso que sufre el agricultor que se ve sometido a las normativas de la administración bajo pena de recibir una sanción. Hay una gran diferencia entre la relativa libertad de que disponía el agricultor en décadas anteriores al control sobre los cultivos que sufre ahora, ya que prácticamente toda su actividad se halla reglamentada.
Por ejemplo en la actualidad todos los agricultores están obligados a dejar una parte de su superficie cultivable a barbecho o a incorporar cultivos proteicos que aporten nitrógeno a la tierra, como las leguminosas, para lo cual reciben una ayuda económica agroambiental específica, además de la general para todos los cultivos. Todas las explotaciones de más de 15 hectáreas tienen que destinar al menos el 5 % del total a superficies de interés ecológico: barbecho, cultivos fijadores de nitrógeno, superficies forestadas y/o agrosilvicultura. Además, con el fin de diversificar los cultivos, la PAC obliga a las explotaciones menores de 30 hectáreas a practicar al menos dos cultivos diferentes, ocupando el cultivo principal menos del 75 % del total; y a las explotaciones mayores de 30 hectáreas a sembrar tres cultivos diferentes, ocupando los dos principales menos del 95 % y el mayor de ellos menos del 75 % del total.
Para todos los cultivos, el agricultor está obligado a llevar al día un “cuaderno de explotación” en el que especifica todas las labores que realiza en los campos de cultivo, tanto las de preparación de la tierra, la siembra, los tratamientos, la cosecha, la compra de productos, la venta de los granos recogidos, etc.; que en cualquier momento puede ser objeto de inspección por las autoridades competentes.
A su vez el grado de complejidad que están alcanzando las distintas administraciones se refleja en las prolijas leyes que promulgan y en la complicada jerga a la que se tienen que enfrentar los agricultores. Sirva de ejemplo el siguiente párrafo en el que se explica cómo se llevará a cabo la denominada técnicamente como “convergencia” de la última reforma de la PAC, que abarca la segunda mitad de la presente década:
“Además hay que tener en cuenta que el valor provisional de los derechos que ahora se le comunican, están afectados por la convergencia, es decir, se calcula un acercamiento progresivo de los valores unitarios iniciales hacia el valor medio regional en 5 etapas idénticas desde el 2015 hasta el 2019. En el caso que el valor de sus derechos estén por debajo del 90 % del valor medio de su región, estos tendrán un incremento progresivo para alcanzar en 2019 el incremento correspondiente al tercio de la diferencia entre su media y el 90 % de la media de la región. En cambio, en caso que sus derechos tengan un valor por encima de la media de la región, financiarán esta convergencia, mediante la reducción del valor de los derechos de pago que en 2019 tengan un valor superior al de la media, aunque con una reducción máxima del 30 % de su valor nominal. Si, tras calcular la convergencia al alza, sus derechos de pago quedaran en 2019 por debajo del 60 % de la media de la región, alcanzarán en 2019 ese 60 % de la media, a no ser que esto suponga pérdidas a los donantes superiores al 30 %, en cuyo caso tenderán al 60 % aunque sin alcanzarlo. Por último, si sus derechos tienen un valor entre el 90 % y la media de la región, no se ven afectados por este proceso de convergencia”[2].
El peso económico que tiene la actividad agraria en el conjunto de la sociedad es cada vez menor. Esto se traduce a su vez en un progresivo alejamiento del mundo urbano respecto de la actividad productora de alimentos y de lo que eso supone. Para mucha gente ya se considera normal encontrar determinadas frutas y hortalizas en las tiendas de alimentación en los meses invernales, pues ni siquiera se cuestionan la estacionalidad de los cultivos.
Y sin embargo asistimos a la paradoja de que cuanto menor es el peso de la actividad agraria, mayor es el interés social en participar en las ferias agrícolas en las que se ofertan las producciones locales, hasta el punto de que algunas de ellas se han convertido en auténticos actos de masas, como es el caso de las ferias de santo Tomás en Bilbao y Donostia o el último lunes de octubre de Gernika. En estas ferias y otras de menor enjundia se observa un creciente fenómeno de “folklorización” y una especie de estándar marcado por los mismos puestos de venta patrocinados por las Cajas de Ahorro.
Asimismo con un fin promocional se celebran numerosas ferias “monográficas” que se centran en un determinado producto local por el que es conocida la población o la comarca y cuya finalidad va más allá de la difusión de dicho producto, ya que suponen un factor más de atracción turística y además animan al consumo en los establecimientos dedicados al sector de servicios.
Las administraciones desarrollan campañas de apoyo a determinados cultivos mediante ayudas que van desde el asesoramiento técnico al apoyo económico mediante subvenciones. Un número variable de productores se acogen a ellas. Cuando cesan las ayudas algunos de estos cultivos persisten y otros desaparecen por completo o se convierten en una producción marginal. En la vertiente atlántica es el caso del kiwi, cuyo cultivo continúa, o la pera de la variedad conferencia, que se ha abandonado.
También es de resaltar que paralelamente al decrecimiento del número de personas dedicadas a la actividad agraria, proliferan las agrupaciones de productores de todo tipo y se hacen más complejos los organigramas de la administraciones relacionadas con esta actividad.
La autosuficiencia alimentaria ha ido disminuyendo en el ámbito rural de tal modo que incluso en las casas de los productores agrarios cada vez es mayor el porcentaje de alimentos adquiridos en el mercado procedentes de la industria agroalimentaria. El peso que tiene la producción local en la alimentación de las áreas urbanas es prácticamente testimonial. Además se observa un creciente alejamiento del origen de los alimentos consumidos. Como réplica se intentan hacer campañas de concienciación entre los consumidores que resalten la importancia de los productos locales y algunas organizaciones agrarias defienden conceptos como la llamada “soberanía alimentaria”.
Lo cierto es que se aprecia una creciente preocupación social sobre cuestiones vinculadas a los alimentos, como las condiciones en que son producidos, y aunque los interesados aún suponen un pequeño porcentaje de la población, permiten que quede espacio para formas de producción alejadas de las estandarizadas por la industria y más próximas a las tradicionales que describimos en este volumen.
Algunas consideraciones desde la perspectiva etnográfica
Nuestra sociedad rural se ha desplomado en pocas décadas al igual que ha ocurrido en la mayor parte de la Europa comunitaria e industrial. En nuestro caso, sobre todo en la vertiente atlántica y en el entorno de las grandes poblaciones en la mediterránea, se produjo un enorme crecimiento industrial, urbanístico y de vías de comunicación que trajo consigo (y sigue causando) la ocupación de las mejores tierras agrícolas, sobre todo de las escasas vegas aluviales.
La competencia que se establece por la tierra dificulta que los jóvenes que se quieren incorporar a la actividad, o los que ya se dedican a ella pero necesitan ampliar la superficie que utilizan, puedan adquirir nuevas tierras, ya que quienes optan a su compra con la intención de urbanizarlas pueden pagar un precio mucho más alto por ellas.
El estándar de vida y de comportamiento lo marca el mundo urbano con una mentalidad y una visión completamente nuevas. Las gentes del campo que en tiempos pasados se movieron a los entornos fabriles llevaron consigo su mentalidad rural, hoy en día, en un movimiento completo de péndulo, son los que desde las ciudades regresan al campo o que llegan a vivir a él por primera vez, quienes lo hacen con una visión urbana de la vida. Y por si esto no fuera suficiente, nuestras propias administraciones legislan con un criterio uniformador en el que prevalecen estos rasgos. Quizá esto último resulta lo más difícil de entender para una sociedad tan fuertemente urbanizada e industrializada como la nuestra, que el proceso de cambio no solo se ha extendido ocupando una buena parte del territorio, sino que ha modificado profundamente las mentalidades de quienes vivían en el mundo rural. A esto se le ha dado en llamar “modernización”. Sea cual sea la forma en que lo denominemos ha supuesto profundas transformaciones, no se puede negar que muchas han resultado positivas, sobre todo en lo que atañe a los servicios básicos, como agua corriente y luz eléctrica, carreteras y acceso a las comunicaciones, pero también ha acarreado una importante pérdida de valores que caracterizaban al entorno rural.
La prevalencia del mundo urbano sobre el rural queda reflejada simbólicamente en la tendencia del primero a denominar suelo a lo que el segundo llamaba tierra.
Debemos tener presente que la agricultura bien entendida es un modo de estar en el mundo profundamente ligado a la tierra y a la vida y que no es casual que se emplee este mismo verbo tanto para cultivar la tierra como para cultivarse uno mismo.
El proceso de modernización de la actividad agrícola ha tenido algo de espejismo. Se partió del principio de que las formas tradicionales de trabajo estaban obsoletas y que se debían alcanzar otras que resultasen más “competitivas”. Al parecer nadie pareció percatarse de que la sociedad rural basaba su estrategia de supervivencia en la solidaridad vecinal y que le resultaba un tanto ajena la competitividad. El resultado ha sido, en el mejor de los casos, pueblos en los que los vecinos han abandonado la actividad agraria, quedando uno que ha arrendado o comprado las tierras de todos y que cargado de maquinaria, y a veces de deudas, produce tanto o más que lo que antes conseguían entre todos, de un modo progresivamente más intensivo e industrializado, cada vez más alejado mentalmente de sus propios vecinos y que contempla su futuro con la incertidumbre siempre presente de su supervivencia como productor.
Hoy el conocimiento aplicado a la agricultura es de naturaleza técnica. Pero no debemos olvidar que dicho conocimiento a veces se halla promovido por intereses comerciales más o menos discretos que lo que pretenden es abrir nuevas formas de negocio. Los agricultores que se oponen a los modelos intensivos e industrializados no solo beben de los saberes tradicionales locales. La misma red de información mundial que permite el trasiego de las técnicas punteras de la agroindustria posibilita el acceso a múltiples conocimientos y experiencias campesinas ligadas a la agricultura familiar.
Los productores rurales sufrieron tempranamente los efectos de la globalización económica y de la ruptura de los mercados locales que conllevó. De ahí que no sea extraño que su respuesta de oposición haya sido global, pero a diferencia de la tendencia uniformadora de los mercados económicos y la agroindustria, la de aquellos aspira al respeto de la diversidad de cultivos y culturas.
Paralelo al paulatino crecimiento en tamaño de las explotaciones agrícolas, aumenta también el número de personas que abandonan la actividad agraria dada su creciente complejidad, escasa rentabilidad y carencia de descendientes que tengan interés por sucederles cuando lleguen a la edad de jubilación. Pero eso no conlleva que arrinconen definitivamente el trabajo con la tierra, por lo regular siguen produciendo alimentos para la casa en alguna huerta o terreno más próximo a la misma. En el ámbito atlántico donde el fenómeno ha sido parejo pero con la ganadería, también son muchos los que continúan cultivando una huerta.
Durante los tiempos de bonanza económica se observa un retroceso en esta actividad hortícola, ya que no compensa el esfuerzo que conlleva este trabajo con las posibilidades para adquirir variados alimentos, pero cuando se producen períodos de crisis económica se reactiva la producción doméstica de comida que contribuya a compensar la caída de los ingresos familiares.
En las crisis también se produce un regreso a las actividades agrarias por quienes las habían abandonado por sectores que ofrecían mayor rentabilidad pero que soportan peor los períodos de declive económico. En ese sentido la tierra siempre ha supuesto una garantía de supervivencia.
En los últimos tiempos también se observa una incorporación a la actividad agraria de jóvenes con un lejano vínculo familiar con el campo o carente de él. No pueden acceder a una actividad agraria profesional tal y como se entiende hoy en día ya que tienen muy difícil el acceso a la tierra y además requieren inversiones económicas tan cuantiosas que quedan fuera de su alcance. Se suelen dedicar a actividades hortícolas con las que se autoabastecen y obtienen un excedente que suelen vender en mercados locales. Lo habitual es que se dediquen a esta actividad productora con técnicas encuadradas en la agricultura ecológica.
Otra razón que anima a la gente que dispone de tierra a cultivar sus propios alimentos es por “saber qué comen”, es decir, por controlar en la medida de lo posible la producción de los alimentos que consumen ante la duda creciente que generan los métodos empleados por la agroindustria.
En este sentido se observan movimientos pendulares en los que se recuperan viejas prácticas si bien, como es lógico, adaptadas a los tiempos modernos. Cuando a finales de los años 1980 concluimos el primer tomo del Atlas dedicado a la alimentación doméstica, ya se había abandonado la elaboración casera del pan. La fabricación de este alimento ha experimentado desde entonces un progresivo proceso de “industrialización” que además de su abaratamiento ha acarreado una notable pérdida de calidad. Como reacción, en los últimos años se observa un resurgimiento de la elaboración artesanal del pan, con harinas muy parecidas a las que se utilizaron antaño y recurriendo incluso a la vieja práctica de la “masa madre”.
En la periferia de algunos municipios de carácter urbano se han acondicionado huertos con todos los requerimientos necesarios para poder cultivarlos y que son distribuidos entre las personas interesadas. Son la versión controlada y ordenada de una tendencia que siempre ha existido en los alrededores de las ciudades y de los núcleos de población importantes donde eran aprovechados los pedazos de tierra abandonados como lugares de cultivo, por lo general por gentes que habían emigrado a los mismos desde el campo. Las propias localidades, incluso las importantes, contaron en el pasado con huertas donde cultivaban productos para consumo propio y su recuerdo ha quedado reflejado en la toponimia y en los nombres de algunas calles.
En definitiva vivimos tiempos de profundos cambios. La agricultura tradicional que aquí se describe, en buena medida conservada tan solo en la memoria de nuestros informantes de mayor edad, tiene los días contados. Sobrevive una agricultura profesionalizada cada vez más intensiva e industrializada y más dependiente de avatares políticos y económicos dictados muy lejos de los campos de labor. Pero a juzgar por los movimientos que se resisten a darlo todo por perdido, no parece que esta actividad, este modo de vida, tan ligado a nuestra historia y a nuestro territorio, vaya a extinguirse. Sirva este volumen para dejar constancia de que nuestra gente del campo y sus antepasados conocieron y practicaron una agricultura cuya escala era más humana y con una visión más holística, donde no solo se tenía en cuenta el rendimiento sino también la compleja red de factores físicos y seres vivos implicados en una actividad que en definitiva se basa en cultivar la vida que nos da alimento.
- ↑ En un tomo anterior de este Atlas dedicado a casa y familia en Vasconia se tratan estos cambios.
- ↑ Párrafo extraído de una notificación llevada a cabo a los productores del la Comunidad Autónoma Vasca por la Dirección de Agricultura y Ganadería del Departamento de Desarrollo Económico y Competitividad del Gobierno Vasco en 2015.